No se le pueden poner puertas al campo, aunque las tenga. El campo es grande y abierto, por naturaleza, y la batalla por domesticarlo siempre termina con derrota. Otra cosa es gobernar la dificultad y volver un espacio habitable, como quedó recalcado en la fiesta de graduación del IES Puertas del Campo. En mitad de la guerra de todos contra todos, los alumnos traen las manos manchadas de esperanza.
Hay un medidor virtual para el éxito de los eventos, a disposición de quienes sepan contar los aciertos: la dirección del Centro hablaba de una pizca de resignación y cantidades al por mayor de lucha, que no es poco para escucharlo de boca de la autoridad, habitualmente ofuscada con los protocolos. Primera y buena de las ideas.
En segundo lugar, el profesor/la profesora como sujetos de referencia. A dónde va una civilización sin maestros, atrapada en el proceloso universo de las redes. Produce tranquilidad que los jóvenes, digitales nativos, reconozcan el valor que envuelve a esa persona que camina entre los pupitres, de profesión sagrada, como la de curar, que no siempre cuenta con los medios y, casi nunca, con la inteligencia de las leyes. En las caras de los muchachos, en las palabras de afecto que rematan el curso, se certifica la calidad de las relaciones. En esa dimensión intangible reciben una paga con creces quienes se dedican a enseñar.
Hay que celebrar también, en Puertas del Campo, la idea de distinguir con honor a quien ayuda y cuida sin esperar nada a cambio: contribuir al bienestar del otro por encima del lucro, es una versión contemporánea del héroe. En el otro extremo del Mediterráneo y del tiempo, a tal excelencia la llamaban areté.