Hay algo en la arquitectura que delata los miedos. El Fuerte del Príncipe Alfonso, heredero de la Guerra de África y de los pactos del Wad-Ras, recuerda el bastión de Dino Buzatti en “El Desierto de los Tártaros” (1940), una verdadera joya de la literatura italiana. Todo funcionario destinado a Ceuta debería incluir la pequeña novela en la maleta que compone antes de cruzar el Estrecho por primera vez.
Aunque el Fuerte es de mediados del XIX, fue concebido como un sueño medieval, de señores que temen ser asaltados por la realidad y se parapetan de ella con un muro. Siglo y medio después, la ciudad no sabe qué hacer con tamaña fortaleza.
Buena parte del desconcierto tiene que ver con la obsolescencia de los castillos, acentuada hoy por toda la panoplia de drones, bombas guiadas y misiles con intención. De ahí que el cine y los museos hayan requisado los fortines de manos militares sin encontrar resistencia. No es que haya desaparecido el peligro -ni mucho menos- ni la simplificación del amigo/enemigo con que los poderosos azuzan a los pueblos para luchar entre sí. No, no es eso desafortunadamente. Pero sí es cierto que el Fuerte del Príncipe no tiene quién le escriba su futuro post-militar.
Convertirlo en sede policial o base de bomberos, prolongaría su condición de “destacamento”, una especie de “revival” castrense blanqueado por usos civiles, ambos para el pueblo… pero sin el pueblo que habita su derredor. Es difícil que la propuesta funcione porque parte de un error: excluir de su interior a los vecinos y reanimar el mastodonte, cuando se trata de hacerlo justo al revés, empoderando en él a la gente del barrio y deconstruyendo, con mil y un usos cercanos, el concepto anquilosado de fortificación.