Somos trozos de materia pensante. Sé que les costará trabajo creerme si se pasan por plataformas digitales, viendo lo que son capaces de hacer los mortales por apropiarse de un segundo de fama. Pero así es, nacimos de pensamientos y nos vamos cuando se nos cierra la mente. No era mi madre-al final- más que una presencia lejana y esquiva, dolorosamente real sobre todo porque se fue en estas fechas, tras largos años de postración y Alzheimer.
Cuando pienso en mi madre nunca la veo mayor, sino en el sepia de las fotos en las que sonreía porque el futuro no le daba miedo. A pesar de la dictadura, de la pobreza existencial y de las limitaciones más que evidentes, siempre les he envidiado esa época de faldas con bajeras y recato hipócrita. No sé bien por qué, más que quizás fuese porque yo era muy pequeña- o ni siquiera existía- y lo veo todo desde la perspectiva de la tercera persona que narra la historia sin que se moje el corvejón.
Es fácil verlo todo a través de una pantalla. Fácil criticar al que se expone en redes a la avalancha de un público cada vez más feroz y entregado al muy pueril arte de despellejar todo lo que se menee. Es fácil opinar cuando no te duele nada, difícil de hacer cuando se te muere el alma. Estas fiestas son cayena para los que pecamos de ausencias, muy complicado dar pasos acertados cuando las muelas del juicio son cráteres tan vacíos como los de la luna. Deberíamos estar aullando al nuevo año, pensado augurios de buena fe y entablando mágicas fórmulas para atraer el dinero, la buena suerte y la salud. Sobre todo la salud, tan principal para estos niños de los sesenta que ya peinan jubilaciones. No me siento mayor, sino vieja de andar a pasos cansados y de conducir mi destino mientras me sigan dando el visto bueno los de la DGT.
Hay veces –cada vez más-que me repugna la ignorancia, el despecho, la envidia y sobre todo la hipocresía. Veces que paso de todo porque los antiinflamatorios te quitan el dolor de las articulaciones y te regalan un sueño reparador como si esnifaras mariguana. A las malas muy malas, siempre nos quedarán nuestros perros, nuestros asépticos gatos, nuestras familias cada vez más suyas y por qué no, los recuerdos de los que nos quisieron. Esos los llevaremos con nosotros hasta que perdamos la memoria, deshilvanemos los pensamientos y seamos sepia y mangas ranglan para otro álbum de recortes.
Odiaría ser eterna vampira regordeta por generaciones, sedienta de vida ajena, pensamientos amargados y espectadora en tercera persona, cual vil tiktoquer. No le he encontrado la mácula a envejecer porque quizás estoy empezando y las arrugas de Sharpei aún no han hecho su aparición, ni los encorvamientos, ni las dependencias. Quizás sea como aquella vez que estábamos de alegre charla no recuerdo dónde, pero sí que fue con Sofía Pérez Bustamante y Carmen Romero deleitándome con llegar a la cincuentena, porque sería- preveía yo, medio idiota- mejor que los cuarenta. Luego cuando lo fue, se me murió el amor, me quedé traspapelada y rota y aún no he empezado a levantar la cabeza porque ya me da miedo mirar el sol y quemarme la retina.
La vida es así de cabrona, con todas las letras, pero también apasionante, emulgente, rabiosa, mágica y sorpresiva. Nunca pensé ver los ojos del que tanto amé -y tan pronto perdí- en una niña de tres meses. Nunca a mis hijos tan bien asentados, a mis gemelos tan mayores, ni a mi reflejo en la luna del espejo riéndose de mí cada mañana. La vida muchas veces es para trastocarla y liarse a bocados con ella, porque antes que te devore, te la comes sin papas, ni aditamentos mordiéndole las entrañas. Porque para morir ya tenemos un día fijado, pero para vivir aún nos quedan cientos.