Existe un consenso generalizado sobre la necesidad de reformar el sistema educativo (incluso la educación como concepto) para adecuarla a un tiempo nuevo cuya característica más relevante es el cambio. Un cambio vertiginoso y permanente en casi todos los órdenes de la vida que resulta muy difícil interpretar y asumir correctamente. ¿Qué es exactamente lo que hay que cambiar? ¿Con qué horizonte?, y sobre todo, ¿Cómo hacerlo? Responder individualmente a estas preguntas, con cierto rigor y solvencia, es muy complicado (entre otros motivos porque el futuro está saturado de incertidumbres); pero alcanzar un consenso sobre esta cuestión se antoja como una verdadera utopía. Sin embargo, si hay un factor sobre el que no existe discusión alguna: es completamente imposible cualquier cambio en el sistema educativo sin el protagonismo directo del profesorado. Sin restar (ninguna) importancia al resto de elementos que integran el sistema, lo que no ofrece duda es que, en última instancia, es el profesor o profesora, quien cierra la puerta del aula y establece en solitario las relaciones pedagógicas que materializan las acciones educativas. Justamente ahí reside la clave de cualquier proceso de transformación. Si la teoría no llega al aula, no es más que un ejercicio intelectual. Interesante, pero estéril.
La aceptación de esta premisa (casi un axioma) nos lleva a la conclusión de que cualquier reforma educativa requiere un cambio en el profesorado. Si el profesorado mantiene inalterada su actitud, su método y sus conocimientos, no hay cambio posible. Y es llegado este punto cuando aparece en rutilantes letras de molde el tan traído, llevado y zarandeado concepto de “formación del profesorado”, que vale para casi todo. Aparece en todos los textos que abordan la problemática educativa, ya sean políticos, técnicos o científicos. Sin embargo, a pesar del reconocimiento unánime a la importancia de este propósito, el balance en el ámbito de los hechos es verdaderamente desolador. Analicemos las causas.
En primer lugar, es preciso recordar que un sistema como el educativo, que implica a toda la población de un país, que se extiende por todo el territorio (con una realidad muy heterogénea), durante todo el tiempo (no admite frenazos ni paréntesis), que genera hechos determinantes para la vida de todas las personas (titulaciones), y que implica a más de seiscientos mil trabajadores y trabajadoras con sus correspondientes derechos laborales; no se puede mover a “velocidad de crucero”. Más bien al contrario, hay que aceptar que el cambio sólo puede ser lento, extremadamente lento (como el giro de un transatlántico). Precisamente por este motivo hay que entender que para que se puedan producir cambios efectivos, es preciso una acción colectiva y acompasada. Este es el gran fracaso de la política formativa del profesorado. Hasta ahora, se ha considerado la formación como un problema individual de cada docente. Se le recomienda o se le incentiva (con dinero o puntos); pero no se le exige. De este modo, cada cual elige cuando, sobre qué, y con qué intensidad decide, o no, ampliar, corregir o perfeccionar su formación. La consecuencia de esta forma de entender la formación del profesorado es que podrá ser útil para cada profesor o profesora individualmente considerado; pero desde luego carece por completo de interés para el sistema educativo. Es absolutamente inútil. Para que la formación del profesorado se convierta en un auténtico vector de transformación, debe ser ordenada, sistemática y obligatoria. Es preciso definir los planes formativos anuales (con objetivos consensuados, claros y concretos) y ejecutarlos en todos los centros de manera simultánea y obligatoria para todo el claustro.
“Para que la administración pueda exigir al profesorado que reciba formación, debe incluirla como un componente más de su jornada laboral, es decir, con la condición de retribuida. Este es el nudo gordiano de este asunto que ningún Gobierno ha querido afrontar hasta ahora. Quizá porque nadie se atreve a plantearlo abiertamente a la sociedad”
Y aquí es donde encontramos el verdadero escollo. Para que la administración pueda exigir al profesorado que reciba formación, debe incluirla como un componente más de su jornada laboral, es decir, con la condición de retribuida. Este es el nudo gordiano de este asunto que ningún Gobierno ha querido afrontar hasta ahora. Quizá porque nadie se atreve a plantearlo abiertamente a la sociedad. Y esto nos lleva a otro prejuicio que nadie quiere combatir con la determinación necesaria, sobre la “jornada y las vacaciones de los docentes”. Resulta francamente penoso que una democracia como la nuestra, que ya suma más de cuarenta años, no haya sido capaz aún de reconocer la labor y la función social del profesorado. Parece inconcebible que siga siendo mayoritaria la corriente de opinión, zafia e indocumentada, de que los profesores “trabajan pocas horas” y tienen “muchas vacaciones”. Sólo desde la más soez ignorancia, de quienes sólo saben medir el trabajo en horas se pueden sostener estos prejuicios. Cualquier persona que se plante con un mínimo de interés conocer la profesión docente, llegará, sin mucho esfuerzo, a comprender el desgaste psicológico que comporta, la fatiga emocional que provoca y el esfuerzo intelectual que requiere. La docencia es una profesión psicológicamente muy dura. La jornada semanal (dieciocho horas semanales en secundaria y veintitrés en primaria) es excesiva (cuatro o cinco horas seguidas ante grupos de veinticinco o treinta alumnos que demandan atención individualizada, durante cada día, supone un enorme esfuerzo que no se puede minimizar sin cometer una terrible injusticia). El calendario escolar (ciento setenta y cinco días lectivos por cuso) está al límite de la capacidad de resistencia de alumnado y profesorado. Lo que nadie puede pretender es que cuando terminen su jornada laboral, los profesores y profesoras (agotados), renuncien a su vida personal para dedicarse a hacer cursillos. Este modelo, sencillamente, no funciona. La formación es esencial para el profesorado. Y lo es para mejorar la enseñanza. Imprescindible para cambiar el sistema. Lo que debe hacer la administración es asumirlo como una necesidad. Y para ello dedicar una parte del horario lectivo del profesorado a la formación. ¿Cuesta dinero? Evidentemente. Como casi todo en la vida. Cuestión de prioridades. Pero lo que no se puede es engañar ni disimular. Sin inversión no hay formación. Ni cambio.
Curioso que ahora reconozca la importancia de la formación del profesorado el único sindicato que hace dos meses no quería que salieran las oposiciones para esperar a regalárselas a aquellos que no han visto un libro desde que se graduaron allá en los 90.
Buenas
Llevo con mucha ilusión mi primer año como profesor de secundaria y no sé aún que es el desgaste psicológico.
Sé lo que es estar quemado en el ámbito industrial de la mano de la empresa privada, pues la he sufrido durante 15 años aguantando a responsables mediocres que nada más que miraban el dinero de los inversores y les daba igual si nos rompíamos un menisco o si tuviéramos vida privada. Mi jornada normal me sacaba de casa de 6 am a 8 pm y cuando llegaba a cenar firmaba en una aplicación que había trabajado de 8 am a 5 pm y me ponía a responder emails de clientes hasta la 1 am en numerosas ocasiones. Así durante más de 3 años.
Ahora, la docencia en el ámbito público, me permite una cosa que no me ofrecieron en la privada: trabajar 11 horas semanales en el aula, estudiar para seguir formándome en metodologías y empatizar con mi alumnado para ver si los integrantes del aula cogen interés y ven la utilidad de todo aquello que intento enseñar, no solo desde mi saber, sino desde todas las fuentes de información que nos rodean y me da tiempo para disfrutar con mi familia por las tardes. No tengo jornada completa en el aula, pero al menos permite conciliar vida laboral con personal, cosa que la mayoría de los trabajos no lo proporcionan por mucha ley de 40 horas semanales y diversos métodos de fichaje que evidencien esas jornadas semanales de 40 horas.
No sé si en el futuro volveré a quemarme, pero si me permiten estar con mi familia y atenderla como se merece, creo que tardaré más de 15 años en volver a quemarme en un trabajo.
Gracias a la vida por darme la oportunidad de cambiar de ámbito laboral, pues sin este cambio, mi familia se hubiera roto a pedazos.
Estimados docentes: Desde que he terminado de leer su inestimable documento, no para de llorar y de preguntarme de qué manera podríamos actuar para favorecerles aun mas su dolorosa vida laboral.
Por supuesto que sabemos lo que es el agotamiento físico y mental. Eso deben de preguntárselo a los albañiles que se tiran mañanas y tardes con frío, viento y lluvia trabajando para recibir una ínfima paga que no les llega para nada.
Pregúntenles a las Sanitarios que se enfrentan a penalidades y pandemias poniendo en riesgo su propia vida. Háblenles de igual manera a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que ponen en riesgo constante sus vidas a expensas de cualquier desarmado que pierda los papales. Cuénteselo a los conductores de autobuses que apedrean a diario cuando hacen su trabajo. Háblele de ello al empleado de la Hostelería que se pasa en pie 12 ó 14 horas aguantando las impertinencias de la gente que se cree que tienen derecho a todo. Menciónele sus problemas a los Autónomos que están cada día mas ahogados y aún así tienen que seguir remando para llevar a su casa un plato de comida. Y así le podría llenar toda una hoja de quejas y reclamaciones para que viese que sus problemas NO SON NADA comparados con las vicisitudes de tantos otros.
Por supuesto que existe una amplia mayoría que no sabemos el motivo de que solamente trabajen menos del 50% del total del año y además se quejen e intenten justificarlo. Supongo que es muy duro aguantar en una clase con calefacción o aire acondicionado a 20 ó 25 niños, pero saben que tal duro es hacer esas mismas horas con un pico y una pala, en el interior de una mina, sin aire puro y sentenciando los pulmones con cada inhalación? Me guardo mi opinión.
Sí que estoy de acuerdo en que la referida formación debe hacerse en jornada laboral, con lo cual, podrían dedicarse a ello durante 20 ó 25 días entre las fechas de mediado de junio y mediados de septiembre ya que las vacaciones suelen ser de 30 días y el resto del tiempo no me dirán que lo están ocupando con la planificación del siguiente curso, verdad?
Dicho esto, espero que hagan reflexión y antes de publicar una cosa así, y a fin de no recibir multitud de críticas, piénsenlo por favor. Para la próxima ocasión, miembros y miembras de CCOO, mejor se quedan quietecitos (como durante el resto del año).
P.D. Sobre el regalo Estatal de las Plazas Fijas ya hablaremos otro día. Saludos cordiales.
Soy docente y los sindicatos NO me representan, me han demostrado en muchas ocasiones que no defienden a LOS TRABAJADORES; y la persona que ha escrito el mensaje anterior tiene poca idea de lo que se le exige a un docente, que como en todas las profesiones, los hay que cumplen más y los hay que cumplen menos.
Si le parece que tenemos muchas vacaciones, pida operarse o pleitear en Semana Santa, en Navidad, en época de feria, o en el día del funcionario.
Los médicos no se llevan a los pacientes a casa ni el albañil se lleva los ladrillos, pero nosotros nos llevamos los exámenes y las tareas de sus hijos, muchas veces, hasta sus problemas, y desde que hay internet, no desconectamos nunca.
Claro que hay profesores que se quejan, algunos con más fundamento que otros, como en todos los trabajos, y aún así, no tenemos, de momento y afortunadamente, un viser en la puerta, como en muchísimos hospitales, centros de salud, ministerios y empresas.
Si quiere las mismas vacaciones que un maestro o profesor, de momento, OPOSITE, porque no se regalan todavía, y si cree que las van a regalar, opte a ello, así podrá comprobar si cualquiera es apto para la docencia, o en su defecto, para intentar educar a los hijos de los demás.
Un saludo y que tengan un buen día