Opinión

Esperando a Montesquieu

El novelista y dramaturgo irlandés Samuel Beckett, galardonado años más tarde – en 1969– con el Premio Nobel de Literatura, escribió a finales de los años cuarenta la tragicomedia Esperando a Godot, posiblemente la obra cumbre del teatro del absurdo. Impregnada del espíritu existencialista, recoge en su argumento la vivencia de dos estrafalarios personajes – tal vez vagabundos– Vladimir (Didi) y Estragón (Gogo) que, al borde de un camino, esperan la llegada de un tal Godot. En la obra, ni se identifica al incógnito visitante, ni se especifica cual es el motivo de la cita, ni lo que les piensa comunicar. Vladimir y Estragón esperan y esperan, inactivos, pero lo cierto es que Godot nunca llegó.

Verdaderamente, la justicia en España puede que sea objeto de desconfianzas por el ejercicio de su función –argumento en que se refugió paladinamente el Vicepresidente Segundo de Gobierno, para hacer una crítica sectaria de la sentencia condenatoria a una dirigente de su formación– pero lo cierto es que, incluso suponiendo la honradez e independencia profesional de jueces y magistrados, el sistema de elección del poder judicial debe ser objeto de una revisión. Viene aquí a cuento la archiconocida frase, atribuida a Julio César: “Mulier Caesaris non fit suspecta etiam suspicione vacare debet” (La mujer del César no solo debe serlo, sino también parecerlo)

Formando parte del periodo de la Ilustración, el filósofo y jurista Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu– que ha pasado a la historia como Montesquieu– nacido en París en 1689, convirtió su pensamiento en un símbolo del modo de organización de los sistemas políticos. En su obra redactada en 1748, El espíritu de las leyes, plasma su convicción de la necesidad, en los Estados, de establecer una separación de poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Teoría que ha servido de guía en las constituciones de numerosos Estados modernos.

Sin embargo, no cabe duda de la apetencia de los poderes ejecutivos de ocupar o influir en los otros dos poderes, el legislativo y el judicial. En algunos casos de manera coactiva y en otros con arteras manipulaciones – disfrazadas de legalidad– lo cierto es que conseguir la pureza teórica preconizada por el jurista francés se muestra, repetidamente, difícil de conseguir.

En un contexto institucional, una de las características de un estado democrático de derecho, es la seguridad para los ciudadanos que en caso de conflicto– a través de un proceso justo y con todas las garantías– se resolverá por un órgano independiente e imparcial. Esta figura le corresponde al juez como órgano del Estado que, en nuestro país, aporta una carrera judicial y forma parte de un cuerpo de la Administración Pública.

Tradicionalmente el Ministerio de Justicia ha gobernado y regido el sistema judicial. La Constitución Española de 1978 –regidora del nuevo régimen democrático– dedica el Título IV al Poder Judicial y el artículo 117 recoge: ”La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Este poder deberá estar regulado por una ley orgánica y establece su órgano de gobierno que será el Consejo General del Poder Judicial – inspirado en normativas existentes en Italia, Francia o Portugal– que, salvo en algunos intentos históricos para realizar esta función, es una innovación constitucional en España.

Es un órgano constitucional, colegiado, autónomo, administrativo e instrumental y tiene como misión gestionar el estatuto de los jueces, para garantizar la independencia de los mismos. Goza de una serie de competencias que lo hacen ser un elemento de importancia en la administración del Estado. Entre otras: propone el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo y del propio CGPJ; de los magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de Tribunales y Salas. Fundamentalmente rige los estatutos de los jueces y magistrados, así como sus nombramientos e incluso en el ámbito extrajudicial, el de dos Magistrados del Tribunal Constitucional.

La propia Constitución concreta su composición. El Presidente del Consejo será también el Presidente del Tribunal Supremo y estará constituido por veinte miembros, nombrados por el Rey por un periodo de cinco años. Doce procederán de los Jueces y Magistrados de todas las categorías; cuatro a propuesta del Congreso de Diputados y cuatro a propuesta del Senado. Estos ocho miembros serán elegidos entre abogados y otros juristas de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio profesional, por mayoría de tres quintos de los miembros del Congreso y del Senado respectivamente.

El texto constitucional se decidió por un sistema mixto que equilibraba los nombramientos entre el Parlamento y el cuerpo judicial. Sobre los doce vocales de esta procedencia judicial no establece el modo de elección y lo remite a la correspondiente Ley Orgánica que se promulgue. Esta indefinición dará cobertura a las manipulaciones futuras que referiremos.

No obstante, la primera dictada fue la Ley Orgánica 1/1980 que estableció que los vocales del Consejo General de procedencia judicial serían elegidos por todos los Jueces y Magistrados, de todas las categorías, en servicio activo. mediante voto personal, igual, directo y secreto. Para los ocho a elegir por el Congreso y el Senado, se mantenía lo que establecía la Constitución.

Cinco años más tarde, tras el triunfo por mayoría absoluta del PSOE y aprovechando esa mayoría, se modificó la norma original y se promulgó la Ley Orgánica del Poder Judicial, 6/1985, de 1 de julio, que en su artículo 112, estableció un nuevo sistema de elección de los doce vocales de procedencia judicial del CGPJ. Seis de ellos serían elegidos por el Congreso y seis por el Senado, los ocho restantes se elegirían manteniendo lo especificado en la ley orgánica de 1980. En definitiva, de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial, diez serían elegidos por Congreso y diez por el Senado. La apropiación indirecta del poder judicial por los partidos políticos motivó, sin duda, la frase “Montesquieu ha muerto” atribuida a Alfonso Guerra, aunque él – es verdad que cuando pasó un tiempo– la desmiente.


Este recién nacido sistema fue denunciado por el Tribunal Constitucional, en su sentencia 108/1986, por las consecuencias que podría generar llevar los partidos a la justicia, e incluso aconsejó la reforma del mismo. Por anticipado, los redactores de la norma legal– oportuna, pero también arteramente– habían justificado dicha decisión en la exposición de motivos, argumentando que, siendo la justicia uno de los poderes del Estado que emanan del pueblo, los legítimos representantes del mismo, las Cortes Generales, son las que deben seleccionar los miembros del Consejo.

La Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio– ya con el gobierno del PP– modifica la LO 6/1985, pero mantiene el sistema de elección de vocales, aunque establece una restricción. El Congreso y el Senado seguirán eligiendo los doce vocales del turno judicial, pero ahora entre un máximo de 36 candidatos presentados por las asociaciones profesionales de Jueces y Magistrados o un número de Jueces y Magistrados que represente, al menos, el 2 por 100 de todos los que se encuentren en servicio activo.

La última modificación – también con el PP y saltándose lo que había llevado en su campaña electoral– tuvo lugar con la Ley Orgánica 4/2013 y en ella continúa el nombramiento por las Cortes de los doce vocales del turno judicial, eliminándose además el condicionante previo de los treinta y seis presentados por asociaciones o Jueces y Magistrados. Ahora, cualquier Juez o Magistrado en servicio activo en la carrera judicial podrá presentar su candidatura para ser elegido Vocal por el turno judicial. Tiene las opciones de elegir entre aportar el aval de veinticinco miembros de la carrera judicial en servicio activo o el aval de una Asociación judicial legalmente constituida. Para los ocho vocales a elegir entre juristas de reconocida competencia, se mantiene lo recogido en la inicial LO 6/1985.

Resulta entonces que los miembros del organismo que va a regir la independencia de los jueces y magistrados son elegidos –en vez de por los criterios de capacidad y mérito– por los trapicheos que negocien los partidos políticos. De esta manera parece, al menos para mí, esperpéntico si no burlesco, leer las composiciones de los órganos judiciales –teóricamente asépticos e imparciales– etiquetando a sus miembros como progresistas o conservadores, según la procedencia de su designación. Es cierto que a algunos de ellos les repugna este encasillamiento motivado por la ideología de la fuerza política que los propuso, pero volvemos a lo de la mujer del César.

En los trapicheos y tejemanejes a que nos hemos referido, también entra – y tenemos el reciente ejemplo del consensuado juez Marchena, que renunció por una filtración, interesada o no, pero que también iba acompañada de una jactancia sobre el control que se iba a poder ejercer sobre algún órgano judicial–el nombramiento del presidente del Consejo, que lo será también del Tribunal Supremo. Dicha figura es propuesta, a nombramiento por el Rey, por el Pleno de los vocales del Consejo ya nombrados, pero si está todo acordado por los políticos y los votantes han sido designados por los que han llegado a este acuerdo ¿a quién van a proponer?

Quizá sea difícil buscar una solución al problema, cosa que parece no interesarle mucho a los políticos de unos y otros bandos. El actual CGPJ permanece con un mandato en funciones desde hace casi de año y medio, precisamente por la falta de acuerdos y decisiones de los gerifaltes de la política.

Es cierto que la politización del sistema de elección actual, no parece lo más deseable en aras de respetar la teoría de Montesquieu. Tampoco la postura defensora que los vocales sean elegidos en su totalidad por los jueces, parece ser la ideal porque tiene el peligro del corporativismo y además las diferentes asociaciones y jueces también tienen su sesgo político. El sistema mixto– con las correcciones y matizaciones que sean oportunas– como el recogido en la primera Ley Orgánica 1/1980, puede ser que marque un camino más deseable. La aparición del COVID-19, ha generado cantidad de denuncias, que se han presentado y se presentarán, contra el Gobierno y su gestión. Va a ser complicado para la opinión pública sustraerse, cuando juzgue las decisiones de la justicia, de la sospecha de la politización de la misma.

Mientras tanto, los ciudadanos seguimos esperando– como Vladimir y Estragón– en que llegue, no el indefinido Godot, sino el categórico Montesquieu. En un pasaje de la obra de Beckett, aparece un niño que trae un mensaje de Godot y les dice, quizá para esperanzarlos, que: ”llegará mañana por la tarde”. A mí me parece que, a los ciudadanos de a pie, nos viene, en este tema, a cuento la frase con que finaliza el excelente humorista José Mota muchos de sus ingeniosos sketch, cuando trata algo que desde luego no va a llegar, no va a ocurrir o no va a tener lugar: “Hoy, no … mañana”.

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