Opinión

Epidemias de peste en el pasado

Las duras condiciones de vida que tuvieron que soportar quienes vivieron en el peñón de Vélez de la Gomera se agravaron en ocasiones por causa de las enfermedades epidémicas. Así, el 3-10-1706 se produjo una epidemia de peste ⎯ se desconoce la enfermedad que la provocó⎯ que ocasionó el fallecimiento de 40 personas en tan solo tres meses, que sumaban alrededor de la novena parte de la población de dicho Peñón.
Más, décadas después, se desató una nueva epidemia, en esta ocasión de peste bubónica ⎯landre⎯ procedente de Ceuta que asoló el Peñón de Vélez entre el 5-07-1743 y el 20-01-1744, provocando 50 víctimas entre el 7 de julio y el 4 de noviembre de aquel año, entre una población que no alcanzaba los 250 habitantes, reproduciéndose la enfermedad en octubre de 1745.
El escorbuto también hizo estragos entre la población del mismo Peñón durante largo tiempo. En abril de 1754 se produjo una epidemia de esta dolencia sin que se dispusiera ni de médico ni de medicinas para combatirla. En julio de 1799, el Peñón sufriría una nueva epidemia de escorbuto sin que tampoco se contara ni tan siquiera con un médico, si bien en aquella ocasión llegaría uno de Málaga que bien poco podría hacer por carecerse de agua, víveres y medicinas, con lo cual la epidemia continuaría haciendo 181 estragos en febrero del año siguiente. Aquella situación no mejoraría en las primeras décadas del siglo XIX, pues en el otoño de 1804 se produjo una epidemia de fiebre amarilla procedente del peñón de Alhucemas que provocó gran mortandad; en noviembre de 1821 se reprodujo la fiebre amarilla, en esta ocasión acompañada de escorbuto sin que tampoco se dispusiera de víveres ni de medicinas; en julio de 1832, el escorbuto hizo estragos de nuevo después de que la población se hubiera visto obligada a alimentarse únicamente de habichuelas durante dos meses; el 1 de diciembre del año siguiente, se produjo una epidemia de cólera que duró todo el mes, sumándose a estas enfermedades y penurias las catástrofes naturales, como los terremotos de 1791, 1792, 1800 y 1801 y las agresiones de los marroquíes.
Con ello, los tres grandes azotes de la Edad Media: hambre, peste y guerra, se cebaron con los residentes del Peñón hasta épocas relativamente tardías, pues el desabastecimiento provocó con frecuencia situaciones extremas en una población que vivía continuamente hostigada por los marroquíes, quienes enfilaban sus arcabuces desde las alturas que la dominaban desde la costa cercana y podían hacer blanco a placer sobre cualquiera en el momento más inesperado, agravándose la situación todavía más cuando se producía una epidemia. La epidemia de peste bubónica de 1743, cuyo acontecer se describe en las siguientes líneas, puede proporcionar una buena idea de las duras condiciones de vida que soportó la población de aquel Peñón en aquellos tiempos. La peste no era entonces una enfermedad rara, pues Europa había padecido varias pandemias durante la Edad Media entre las que destacan la que se produjo en 1128 y las de 1358-1360 y 1373-1375. En el siglo XVI descendió su incidencia, pero los casos se incrementarían de nuevo en el siglo siguiente, y aunque comenzó a desaparecer del continente europeo en el siglo XVIII, todavía se presentarían algunos importantes rebrotes en aquella centuria ⎯Italia (1742), Polonia (1771) o Hungría (1785)⎯ y se continuarían produciendo epidemias de peste hasta fechas relativamente recientes en otros lugares del globo e incluso todavía existían focos endémicos de esta enfermedad en el norte, noroeste y sur del continente africano a mediados del siglo XX.
Sirva como ejemplo la epidemia que se produjo en Argelia en 1930, que inspiraría la famosa novela de Albert Camus: La peste, publicada en 1947, cuya trama se desarrolla en Orán en el transcurso de aquella epidemia. Esta dolencia podía adoptar tres modalidades: bubónica, pulmonar o septicémica; la bubónica producía abultamientos ⎯bubones⎯; la pulmonar afectaba a los pulmones; y la septicémica, la más grave de las tres, provocaba hemorragias cutáneas negruzcas, por lo cual se la denominó peste negra. La enfermedad se transmitía de los roedores ⎯sobre todo las ratas⎯ a los humanos principalmente a través de la picadura de las pulgas que los parasitaban, pero también se podía contagiar por mordeduras o arañazos de animales de otras especies, ingestión de carne de animales enfermos, contacto con cadáveres infectados o inhalando la bacteria —Yernisina Pestis— en el caso de la modalidad pulmonar. Si bien, se acostumbraba a adoptar precauciones sanitarias para protegerse de esta enfermedad e incluso se sometía a las personas susceptibles de padecerla a cuarentena en lazaretos situados en las afueras de las poblaciones, la escasez de agua dulce en el Peñón, la promiscuidad en que vivían sus residentes y el elevado número de perros, gatos y roedores complicaban la situación.
Además, era frecuente que las embarcaciones dejaran algunos perros en sus escalas, que siempre eran bienvenidos a pesar de la opinión contraria de los médicos porque los canes, los gatos e incluso las ratas se convertían en apetitosos bocados cuando se carecía de provisiones. Aun así, por lo general se adoptaban medidas preventivas; por ejemplo, cuando el 15-06-1677 llegó un barco de Orán ⎯donde se había declarado una epidemia de peste⎯, se obligó a quienes desembarcaron a cumplir cuarentena en la cueva de los Caballeros, precaución que también se solía adoptar cuando algún magrebí obtenía refugio en el Peñón. A pesar de ello, se omitió tomar medidas sanitarias de prevención después de que la enfermedad hubiera aparecido en Ceuta en el verano de 1743, lo cual tendría graves consecuencias para la población del Peñón. Existen dos versiones sobre el origen de aquella epidemia: según una de ellas, la infección la extendió por toda Berbería una embarcación cargada de tabaco de hoja que finalmente sería destruida en las proximidades de Larache; según la otra, el bacilo se transmitió por medio del cadáver de un religioso franciscano que había muerto de aquella dolencia en Marrakech, cuyo cuerpo entregaron deliberadamente los marroquíes en Ceuta para contagiar el mal a sus enemigos. Sea como fuere, el empleo del bacilo de la peste como arma biológica no era nuevo, pues ya en 1346, cuando los tártaros ⎯enfrentados desde 1340 con los genoveses en la península de Crimea⎯ establecieron un asedio sobre la ciudad de Caffa ⎯la actual Teodosia⎯ en la que los genoveses se habían refugiado, surgió un brote de peste en las filas tártaras, tras lo cual éstos catapultaron al interior de la ciudad los cadáveres de aquellos que se habían contagiado para infectar a sus enemigos, cuyas naves transmitirían los gérmenes de una pandemia que se extendería por todo el continente europeo provocando la muerte de alrededor de un tercio de su población ⎯que, en aquella época, sumaba alrededor de 75 millones de personas⎯, aunque la mortalidad superaría el 50 por ciento en algunos lugares, afectando a familias enteras. Volviendo al Peñón, en la noche del 5-07-1743 arribó un pingue procedente de Ceuta a cuyos tripulantes no se sometió a cuarentena a pesar de que la epidemia se había declarado en esta ciudad el mes anterior, y si bien al día siguiente su capitán informó que tenía a bordo un soldado enfermo que había formado parte del pasaje, tampoco se tomó ninguna precaución, pues tan solo se trasladó al soldado al hospital donde moriría poco después, pero como su cadáver no presentaba los signos externos de la enfermedad ⎯bubones, petequias⎯ se continuaron omitiendo las precauciones.
Tres días más tarde, cayó enferma la mujer de un cabo artillero que prestaba servicio en el Peñón, la cual había llegado de Ceuta en la misma embarcación. En esta ocasión, el médico de la plaza y su cirujano, Francisco Beltrán, le diagnosticaron bubones, aunque descartaron que se debieran a la epidemia de peste. No obstante, el 28 de julio ingresaron en el hospital dos hombres que habían cuidado al primer soldado que había fallecido, donde perecieron poco después.
Durante el mes siguiente, la enfermedad se extendió por todo el recinto y se produjeron algunos tumultos, por lo cual el gobernador, Julián Fernández-Bayña y Cortés, obligó al médico y al cirujano a reconocer que se había producido la epidemia y envió una falúa a Ceuta para pedir consejo a sus médicos sobre la mejor forma de combatirla. Poco después, murieron el médico y el cirujano tras lo cual el gobernador solicitó nuevos médicos a la Junta de Salud de Málaga, que enviaría dos facultativos y un cirujano al Peñón: Thomás Exarch, Juan de Figueroa y Joseph Serrano, quienes controlarían la epidemia y escribirían una interesante obra en la que relataron su experiencia: El contagio del Peñón, que acredita los famosos trofeos de la facultad médica: individual descripción de la constitución pestilente que padeció aquella plaza en el año 1743.
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Aquellos hombres se ocuparon tanto de las necesidades físicas como de las espirituales de sus pacientes, pues se creía que la epidemia era un castigo divino por las condiciones de vida disolutas de la población del Peñón, la cual recurriría incluso a la limosna, el ayuno y la disciplina espiritual para intentar librarse de la enfermedad. Como no era factible abandonar la roca, los galenos adoptaron una serie de medidas propias de la medicina de aquella época e intentaron purificar el aire quemando árboles traídos de la costa cercana, donde crecía abundante vegetación, pues se pensaba que el aire corrupto fomentaba la epidemia, por lo cual también ordenaron colocar en las viviendas recipientes con vinagre, juncia, rosa y angélica, cuyos vapores se creía que ayudaban a resistir el contagio.
Además, confinaron a los enfermos en el baluarte de San Julián, al que se prohibió entrar a quienes estuvieran sanos, y se reservó la parte del istmo que se conocía como la isleta para que los convalecientes guardaran cuarentena hasta su completa recuperación en el lugar denominado el Polvero; ordenaron quemar todos los objetos que habían estado en contacto con los afectados, anatematizando el juez eclesiástico a quienes se atrevieran a apropiarse de alguno; y también se quemaron las ropas, camas y tablados de los cuarteles, cuyos edificios no se volverían a ocupar hasta que se hubieran enlucido las paredes, lavado los techos con vinagre, volteado los pavimentos y realizado sahumerios con azufre, mirra o pólvora. Operaciones que también se efectuaron en las casas de quienes hubieran padecido la enfermedad; asimismo, ordenaron quemar pólvora y maderas de enebro y sabina para purificar la atmósfera; sacrificar a todos los gatos y perros; y cuidar especialmente la limpieza. Una vez finalizada la epidemia, se picarían las paredes de los hospitales, se demolerían sus techos y se ventilarían los edificios durante largo tiempo antes de volver a edificarlos de nuevo.
Los facultativos también adoptaron una serie de precauciones para evitar contagiarse ellos mismos: visitaban a los enfermos entre las seis y las siete de la mañana, después de que se hubieran fumigado con pólvora en dos o tres ocasiones los cuartos que ocupaban los enfermos y las demás dependencias del baluarte de San Julián; una vez finalizada la fumigación, se impregnaban caras y manos con vinagre bezoárdico e introducían un pedazo de alcanfor en sus bocas antes de visitar a los afectados, deteniéndose tan solo el tiempo imprescindible para informarse sobre su estado; después de salir, se lavaban con vinagre bezoárdico y se cambiaban de ropa. Para intentar curar a sus pacientes, les administraron alcanfor y su aceite, sal volátil de víboras, cuerno de ciervo o su sal volátil, flor de azufre, antimonio diaphoretico, bezoardico mineral, piedra bezoar, vinagres bezoardicos, escordio, cardo santo, triaca magna, agrios y diascordio de Gerónimo Fracastoreo.
Además, procuraron que sudaran cuanto fuera posible porque se creía que con ello expulsarían el veneno de la peste, para lo cual les suministraban alexifármacos acompañados de agrios cada ocho horas y no les permitían dormir mientras estuvieran sudando. Por último, quienes fallecieron en aquella epidemia fueron enterrados en el baluarte de San Julián en lugar de en el cementerio de la Concepción. Y los que sobrevivieron, tendrían que hacer frente de nuevo a la peste bubónica en octubre del año siguiente.

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