Por el Tratado de Ayllón (Segovia) el año 1411 Portugal y España firmaron la paz respecto a sus litigios fronterizos. A la vez, los portugueses habían hecho las paces con el reino árabe de Granada. Y, para conmemorar la entrada en paz con todos los enemigos, nos dice el historiador Gomes Eanes de Zurara que el rey portugués ideó organizar un torneo de caballería en el que participaran todos los hidalgos del reino y sus tres hijos mayores, infantes Duarte, Pedro y Enrique, para ser armados caballeros a la antigua usanza. Pero dicho torneo no fue del agrado del infante Enrique, que era el más joven con sólo 17 años, quien pensaba que esa no sería una forma digna de que un noble príncipe se convirtiera en caballero, sino que debía serlo y armarse como tal tras haberse batido con las armas en la mano y haber probado su valor con la victoria frente a un enemigo al que fuera meritorio vencerlo. A ello, en principio, el rey se opuso con toda firmeza, sobre todo, porque teniendo reciente la guerra con Castilla, no parecía del caso entrar de nuevo en belicosidad, más los consiguientes gastos que una nueva guerra llevaría aparejados.
Pero Enrique, después llamado El Navegante por su gran afición a las rutas marinas, argumentó pacientemente a su padre la conveniencia de organizar una potente escuadra para conquistar Ceuta. El planteamiento con que trató a toda costa de convencerle lo basaba en los motivos siguientes: 1. Se trataría de vindicar la invasión con que los árabes el año 711 se adueñaron de toda la Península Ibérica, aun tratándose de otro continente y habiendo expulsado previamente a los cristianos que antes que los árabes habitaron el Norte de África. 2. Ceuta era entonces un puerto de refugio de los buques piratas de Berbería, desde donde zarpaban para cometer saqueos y atrocidades en las costas peninsulares, con lo que se pondría fin a tanto ataques como perpetraban contra las naves y costas de Portugal y España. 3. Ceuta era un puerto opulento que estaba en la cima de su esplendor, con gran tráfico comercial en el que confluían las rutas de las especias, del oro y de esclavos. 4. Hasta entonces, Portugal sólo había luchado contra Castilla, y argumentaba el infante Enrique que no podía haber empresa más gloriosa que la de celebrar el advenimiento de la dinastía Avís utilizando el ejército para llevar aquella vez la guerra fuera de España, para así cortar la ayuda africana a la ocupación árabe.
Más luego en la conquista, el infante se mostró como todo un caballero valeroso. Con su estandarte fue el primero en pisar tierra cerca de las Murallas de Ceuta y en entrar en ella, estuvo luchando denodadamente durante unas cinco horas sin dar tregua, al igual que lo hizo el resto de la tropa que no fue capaz de apartarlo con su consejo de los lugares más peligrosos, y ni siquiera el excesivo calor que aquel día hizo, ni la fatiga de tanto esfuerzo hicieron mella en él. Fue el precursor y héroe de aquella gran victoria que dio a Europa el primer territorio en África. Y por ello D. Enrique recibió al final una justa recompensa, ya que no sólo fue armado caballero del cruento modo que él deseaba, sino que también fue investido duque de Viso (principal ducado portugués), maestre de la Orden de Cristo (rama portuguesa de los prestigiosos Caballeros del Temple), y gobernador de Ceuta encargado de suministrar a la ciudad de forma que nada le faltara, con independencia de que D. Pedro de Meneses fuera el primer Gobernador de la ciudad para defenderla y administrarla. En resumen, D. Enrique el Navegante con toda justicia considerado el Héroe de Berbería.
Después de la conquista volvió a Ceuta en repetidas ocasiones. Ante todo, mostraba su interés en utilizar el Puerto para que los barineles portugueses patrullaran el Mediterráneo occidental y lo limpiaran de las embarcaciones piratas. Más adelante se preocupó mucho de proteger a Ceuta de los ataques lanzados por las tribus bereberes del Atlas. Luego ideó planes para usar aquel baluarte portugués del norte de África a fin de emprender campañas más ambiciosas contra el reino de Fez. Y durante las frecuentes visitas que realizaba a la ciudad, dedicaba mucho tiempo a deambular por ella, conversando con sus habitantes por las calles y mercados y a leer con detenimiento en los archivos y bibliotecas de sultanes y mercaderes. También se mostró muy interesado y cada vez más intrigado por el enorme y desconocido territorio que se extendía más allá de las murallas de la ciudadela. Y es que en Ceuta estaba entonces la flor y nata de la arquitectura árabe. Tenía hermosas atalayas, rutilantes playas blancas del azul Mediterráneo, en medio del desorden, el lujo y la indolencia. Se podían contemplar macizos arcos y puertas, delicados minaretes, así como palacios y mezquitas con cúpulas recubiertas de pan de oro que adornaban las serpenteantes calles amuralladas. Los bazares rebosaban de joyas, oro, plata, jade, ámbar, marfil, sedas, especias, alfombras, porcelanas, incienso y perlas, mientras que por el Puerto iban y venían falúas árabes y galeras genovesas y venecianas. Aquél era el más opulento emporio comercial en la porción occidental del Mediterráneo y la meta de las grandes caravanas árabes que iban y venían de Oriente.
Había rutas que daban un rodeo alrededor de Catay y atravesaban las estepas de Asia central para llegar al mar negro. Otras salían de la India hacia el Golfo Pérsico y desde allí continuaban a través de los valles del Tigris y el Éufrates rumbo a Bagdad o Damasco o subían por el mar Rojo para luego encaminarse a El Cairo y Alejandría. Aquellas caravanas transportaban riquezas fabulosas a los puertos musulmanes de Asia Menor y el norte de África, como Ceuta. Sin embargo, Europa desconocía la existencia de otro grupo de rutas que también estaban bajo la égida del Islam. Quizá sólo había escuchado vagos rumores acerca de las rutas que cruzaban las vacías arenas del Sahara desde las tierras de los negros que vivían en Etiopía, Guinea y Sudán, más allá del llamado Nilo occidental, y que transportaban a los puertos moros riquezas tan fabulosas como las de Oriente. Don Enrique también descubrió en Ceuta los caravasares. Se abrió paso entre hileras de camellos, barbudos mercaderes árabes a lomo de burro entre aquellos azenegues provenientes del lejano Sahara. Se maravilló del revoltijo de tenderetes en los bazares. Pudo ver por sí mismo los valiosos productos traídos por las caravanas llegadas del otro lado del desierto. Las bolsas se abrían para que el sol realzara el seductor brillo del oro en polvo. Pirámides de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte se amontonaban hasta alcanzar la altura de un hombre. Plumas de avestruz asemejaban ramos de flores. Pieles de orice se extendían sobre los escudos guerreros.
En Ceuta se vendían y compraban pimientos malagueta y pieles de gatos de algalia. También se veían lastimeros grupos de negros que aguardaban para ser vendidos como esclavos. Las constantes preguntas hechas a mercaderes árabes, conductores de camellos, negros cautivos y comerciantes bereberes permitieron al infante conocer de los reinos de Malí, Ghana y Songhai. Esos productos magníficos venían de las ciudades reales de Tombuctú, Gao y Cantor. Una hilera de oasis atravesaba el desierto y permitía comerciar con aquellos sitios tan lejanos. También supo del modo en que se realizaba el intercambio una vez que las caravanas llegaban allí. Así fue como oyó hablar del comercio silencioso, que Herodoto fue el primero en mencionarlo y aseguró que los cartagineses lo habían practicado. Aloísio de Cadamosto, joven mercader y aventurero veneciano que luego quien se pusiera a las órdenes de don Enrique, nos cuenta de ello en su crónica del siglo XV. El Infante supo que en lo profundo del Sahara, a muchas semanas de distancia de Ceuta, en un oasis había sal. La cargaban en camellos y andaban cuarenta días hacia el sur. Yendo de un oasis a otro atravesaban el desierto de Tombuctú, en las costas del Nilo occidental, y allí se la vendendían al rey de los negros a cambio de oro. Aquel rey de Tombuctú no era dueño del oro que cambiaba por sal. El rey hacía preparar bloques de sal que sus hombres trasladan en la cabeza y, así la sal avanzaba hacia el sur hasta llegar a la tierra de los wangaras.
Los wangaras nunca se dejaban ver, aunque se afirma que tenían cabeza y cola de perro. La sal se ponía en el suelo. Los hombres que la habían transportado hasta allí se ocultaban tras encender una fogata. Cuando los wangaras veían el humo, primero se cercioraban de que los hombres de Tombuctú estaban lejos. Se acercan a la sal y junto a cada bloque depositan el equivalente en oro. Luego también ellos desaparecían. Era entonces cuando los hombres de Tombuctú regresaban. Miraban el oro y, si consideran que el precio ofrecido por la sal era justo, lo tomaban y se marchaban. Si les parecía muy poco oro, no tocaban ni el oro ni la sal y se retiraban. Los wangaras regresaban y recogían la sal cuyo equivalente en oro había sido aceptado. Cuando no era así, añadían más oro. Este proceso continuaba hasta que al fin ambas partes quedaban satisfechas y la cantidad de oro entregada equivalía a la cantidad de sal recogida. “No se tocaba el oro hasta que equivaliera al valor de la sal ofrecida a cambio, y no se tocaba la sal hasta que se había tomado el oro”, escribió Herodoto sobre este comercio silencioso. Zurara nos dice que don Enrique era de mediana estatura, un hombre corpulento de extremidades largas y fuertes y abundante cabellera; era blanco de piel, aunque las fatigas y batallas de la vida le cambiaron el color con el paso del tiempo. Para aquellos que lo veían por vez primera era de apariencia severa; cuando se dejaba arrastrar por la ira, el semblante se volvía aterrador. Tenía una mente muy poderosa y agudísima inteligencia. Su deseo de llevar a cabo grandes hazañas no tenía parangón, tal como ideó y se empleó en la de Ceuta.