Categorías: Opinión

El punto de partida del ideal

Un elemento básico en la geografía ceutí es el mar. Nuestro origen como ciudad tuvo mucho que ver con la explotación de los recursos marinos. Hemos sido, en lo fundamental, un pueblo de gentes del mar. En la actualidad, excepto un pequeño grupo de pescadores y artesanos de los salazones, los ceutíes han dado la espalda al mar. Se acuerdan de él tan solo en la época estival. Es en esta estación en la que nos encontramos, cuando las playas se llenan de gentes deseosas de tomar el sol y aliviarse del sofocante calor con un refrescante baño. Nada tiene de malo este uso del litoral si se hace de manera adecuada. El problema está en el elevado número de desaprensivos que dejan la playa llena de colillas y residuos. Pero no es del mal uso de las playas de lo que queremos tratar en este artículo. Nuestro objetivo es intentar abrir las mentes de nuestros lectores, que desconocemos si serán muchos o pocos. 

No es la primera vez que lo decimos, y puede que tampoco sea la última: el mar es algo más que playas y chiringuitos. El mar es una invitación constante al despertar de los sentidos y a la vivencia de emotivas experiencias estéticas. La simple contemplación del siempre cambiante estado del mar es una fuente inagotable de goce y plenitud vital. Disfrutar de este tipo de experiencias sensitivas y emotivas está al alcance de todos, pero, en la realidad, pocos parecen vivirlas. ¿Por qué sucede esto? Simple y llanamente porque no nos han educado la mirada. En la escuela nos enseñan a leer, escribir y hacer cuentas, pero desatienden la educación de los sentidos y del corazón. No sería tan difícil en una ciudad con un clima tan privilegiado como Ceuta apostar por un modelo de educación al aire libre, como es habitual en muchos países anglosajones y del norte de Europa. A pesar del frío y de la lluvia, los niños pasan la mayor parte del tiempo fuera de las aulas, mientras que en España los mantenemos todo el día encerrados entre cuatro paredes.
Quien aprende de niño a mirar el mar y, en general, a la naturaleza será un adulto respetuoso con el patrimonio natural y cultural. La mayoría de las personas carecen de esta educación y  no ven nada en el mar y en el monte, más allá de un lugar en el que tostarse al sol,  beber y comer. Rara vez levantarán los ojos al cielo para ver pasar las aves y las nubes, y mucho menos para contemplar, por las noches, los planetas y las estrellas. Como dijo Hegel, “quien no se admira de nada, vive en un estado de imbecilidad y de estupidez. Este estado cesa cuando su espíritu, desembarazándose de la materia y de las necesidades físicas, se siente tocado por el espectáculo de los fenómenos naturales y busca su sentido; cuando presiente en ellos algo grande y misterioso, una potencia escondida que se revela”.  De esta admiración por la naturaleza surgieron las religiones y los mitos, así como es la materia prima con la que elaboramos nuestros sueños y expresiones artísticas.
Quien contempla el firmamento nocturno toma conciencia de su insignificancia como ser individual y de su extraordinario valor como único ser en la tierra capaz de apreciar de manera consciente la belleza. A partir de esta toma de conciencia deberíamos replantearnos todos nuestros ideales sociales, económicos y políticos. Este replanteamiento de los ideales es tarea propia de materias que desprecia el actual sistema educativo, como la geografía, la historia y, sobre todo, la filosofía. Es el marco de la universidad, de los centros de investigación, de los museos y de la ciencia donde se debe acometer la urgente labor de crítica del actual civilizatorio, de selección de nuevos ideales y de síntesis del conocimiento atesorado por la humanidad. Sin embargo, nada conseguiríamos si este trabajo de crítica, selección y síntesis no llegara al conjunto de la ciudadanía. La  realización de los nuevos ideales depende de la implicación activa de los ciudadanos,  de una profunda revisión del modelo educativo, así como de la dinamización de la imaginación y la creatividad de todos y cada uno de nosotros.
Si seguimos guiándonos por los actuales ideales económicos, sociales y políticos el planeta tierra y la humanidad avanzarán con paso firme hacia la destrucción. Mientras que la corrupción se imponga a la ética, la codicia a la generosidad, la ignorancia a la sabiduría y la fealdad a la belleza el destino del ser humano será triste y doloroso. Para poner en marcha el cambio que requiere la humanidad no debemos partir de la realidad, sino de la eutopía (El Buen Lugar). Debemos trabajar con los pies sobre el suelo y la cabeza en el aire. Es el futuro imaginado el que debe ser la guía de un presente bien diagnosticado que avance a su encuentro por  la senda de la educación y el pensamiento trascendente y elevado. La eutopía (nuestro ideal de lugar) y la eupsiquia (nuestro ideal de pensamiento) tienen que ir de la mano. No habrá cambio posible si antes no modificamos nuestra manera de sentir, pensar y actuar.
El motor del cambio hacia la eutopia (Buen Lugar), la eubiotica (Buena Vida) y la eupolítica (Buena Política), utilizando la terminología de Patrick Geddes, tiene que ser una ciudadanía constructiva. La ciudad soñada está contenida en nuestro pasado y en nuestro presente, y, como dijo Geddes, “debe   ser planeada y realizada aquí o en ninguna parte, por nosotros que somos sus ciudadanos, siendo cada cual un ciudadano por igual de la ciudad existente y la ideal, considerada cada vez más como una sola”.  Desde luego, esta ciudad ideal nada tiene que ver con la que recoge el documento del futuro PGOU. El dibujo que figura entre las páginas del PGOU no es de una eutopia, sino el de una cacotopía. En  esta distopía el bien común está puesto al servicio del interés de unos pocos y al mantenimiento de un modelo económico dilapidador de energía y depredador del territorio y de los recursos naturales. Un modelo que ignora la necesidad de vivir en un entorno urbano equilibrado entre lo natural y lo artificial, entre los espacios libres y lo construido, entre el tamaño de la población y los límites del territorio.
Desde Septem Nostra presentamos, en nuestras alegaciones al PGOU, un completo diagnóstico de la actual situación cacotópica de Ceuta y planteamos un bosquejo de la deseada Ceuta eutópica, pero nos han ignorado por completo. Para la megamáquina local la participación ciudadana es un simple formalismo burocrático que sirve para darle un barniz democrático a un proceso dominado por el autoritarismo político y el favoritismo económico. Yo, líder carismático de esta ciudad, en nombre de una ciudadanía a la que desprecio y mantengo en la ignorancia, decido dónde, cómo y quién construye. ¿Y saben lo peor de todo? Que a la mayoría de la gente le importa un bledo lo que hagan con su ciudad. Han sido educados en el conformismo, el egocentrismo y la pasividad. Carecen de un ideal superior, porque les han convencido de que no existe otra alternativa al vigente sistema socioeconómico y político, y que el único cambio posible depende de su atino a la hora de depositar una papeleta en una urna. Ambas ideas son continuamente alimentadas y reforzadas desde el complejo del poder. El resultado es una ciudadanía conformista y aletargada… Y sí que existen alternativas, la historia así lo ilustra. Ahí tenemos el ejemplo del ideal clásico griego de ciudad y ciudadanía, o el equilibrio entre campo y ciudad logrado en las ciudades medievales. No hay que ir muy lejos. En el propio suelo de Ceuta podemos encontrar la semilla de una ciudad renovada. Para eso sirve la historia, para sacudirnos las parcialidades y relatividades de la propia sociedad inmediata y para situar el punto de partida de lo ideal sobre la base del pasado y del presente. 

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