Categorías: Opinión

El mendigo filósofo

A veces, cuando paso por el puente de Meulan o sus inmediaciones, me encuentro con un clochard, barbudo y desgarbado, que me aborda para pedirme un franco. No está siempre y, en ocasiones transcurren muchos días sin que aparezca. Una tarde, que se me ocurrió preguntarle si había estado enfermo, porque llevaba varios día sin verlo, me dio esta respuesta.
-Nada de enfermedad. Es que a veces me canso de ver el río y me voy a otro pueblo. Pero siempre ocurre que, al cabo de algunos días, siento la llamada del agua y tengo que volver otra vez al lado del río. A fin de cuentas soy un hombre libre y lo mismo puedo estar en un pueblo que en otro. ¿No le parece?
-Por supuesto. –le dije.
Me iba ya cuando me hizo una señal que indicaba que quería decirme algo.
-¿Sabe por lo que yo no trabajo y vivo debajo de un puente?
-No, ¡como lo voy a saber!
-Pues muy sencillo: porque quiero ser libre. Y ser libre significa que, lo mismo puedo estar aquí, que en Hardricourt, en Mantes la Jolie o en París. Eso no sería posible si tuviese que ir a la fábrica, al taller o a la oficina. Pero hay además otra razón por la que yo no trabajo.
-¿Otra razón?
-Sí, otra razón. Es que en mí no manda nadie. Mi lema es: ni Dios, ni patrón. Libre como un pájaro.
-Está en su derecho.
-Sabe –continuó- que muchas veces yo me tumbo ahí sobre la hierba y me digo a mí mismo: ¿podría el Presidente de la República hacer lo que yo hago? ¿Podría tumbarse aquí, al lado del río, sobre la hierba? Me entran ganas de reír nada más pensarlo. ¿Y el Papa?´, me pregunto. ¿Podría, después de decir su misa, tumbarse ahí, donde yo me tumbo cada vez que me da la gana?
Después de darle la razón –sí, él era más libre que el Presidente de la República y el Papa-, me marché para dejarlo dueño absoluto de su libertad. Al día siguiente volví a verlo en el mismo lugar.
-¿No se ha cansado todavía de mirar el agua?
-Pues, la verdad es que no. El agua me ayuda a pensar y ahora llevo varios días de grandes pensamientos.
-Entonces me voy para no interrumpirle.
-No se vaya que le voy a decir la gran conclusión a que he llegado.
-Le escucho.
-El hombre no tiene necesidad de que le enseñen las cosas más esenciales de la vida: sale del vientre de su madre sabiéndolas.
-¿Por ejemplo?
-Respirar, tragar, defecar, orinar, toser, fornicar… Pero lo más importante es lo que le voy a decir ahora: todo el mundo sabe morir. ¿Conoce usted a algún muerto que no haya sabido hacerlo?
-A ninguno.
-¿Lo ve? Yo tampoco conozco a ninguno. Hasta el más tonto sabe lo que hay que hacer para morir.  Eso me consuela bastante porque, cuando me llegue la hora, estoy seguro que, sin necesidad de que nadie me ayude, yo también sabré hacerlo.
Hizo un breve paréntesis para espantarse una mosca que lo venía persiguiendo desde hacía unos minutos, y siguió con su perorata:
-Otra conclusión a la que he llegado es que todo el que manda es un hijo de puta y todo el que obedece al mandón un borrego sumiso. Como yo no quiero ser ni hijo de puta ni borrego sumiso pues sólo me queda apencar con mi soledad, pero siempre libre.
Me iba ya, pero me hizo una señal con la mano para retenerme. El buen hombre aún tenía algo más que decirme.
-¿Sabe dónde empecé yo a pensar? Cuando se lo diga no me va a creer.
-¿Dónde?
- ¡En la mili!
-¿En la mili?
-Sí, en el cuartel. Me condenaron a dos meses de calabozo y allí tuve sesenta días con sesenta noches para pensar.
-¿Sesenta días de calabozo?
-Sí, el sargento me mandó que trasladara cuestión de más de cien bombas de un almacén a otro y yo, temiendo que alguna me explotara, le respondí que no tocaba las bombas. Me condenaron a dos meses de calabozo. Fue precisamente allí donde descubrí que todo el que manda es un hijo de puta.
-¡Gran descubrimiento!
-Sí, gran descubrimiento. Cuando al fin salí del calabozo lo primero que hice fue escaparme del cuartel.
-¿No lo buscaron por prófugo?
-No sé si me buscaron porque yo me largué a Bélgica y no volví hasta cinco o seis años después, cuando ya nadie se acordaba de mí.
-¿Y qué hizo en Bélgica?
-Lo mismo que hago aquí: tumbarme sobre la hierba y pensar.
Me despido del filósofo de la hierba y sigo mi paseo. Al día siguiente ya no estaba.

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