Camino por la calle detrás de un grupo de estudiantes que protestan sobre el calendario de exámenes que algún profesor ha debido de avanzarles. Uno de ellos se queja por la premura de ese comunicado. Otro pone el grito en el cielo por lo que le parece más una crueldad que un proceso de organización. Desde la distancia, dan la sensación de estar incapacitados para tanta predeterminación. La marcada fijación de los acontecimientos venideros y del sacrificio que les espera por delante no les ha sentado nada bien. Es comprensible. Pensar en el futuro, lo inminente, desde el presente, lo determinado, es un ejercicio para el que nos entrenamos irremediablemente con la edad.
Un calendario es un registro impreso del tiempo que no deja a la sorpresa ningún evento. Existe el calendario lunar, el calendario escolar, el calendario religioso, el calendario laboral. El ser humano ha mantenido siempre una disputa agotadora con el tiempo. A lo largo de la historia ha habido intentos por encasillar el hecho ineludible de que la tierra tarda 365 días en dar la vuelta al sol, así hemos paseado nuestros días por el calendario azteca, el babilonio, el griego, el juliano, el lunar, el gregoriano y muchos más, todos ellos con sus mediciones, correcciones y alguna majadería, como el calendario republicano francés propuesto por Gilbert Romme que comenzó a regir el paso del tiempo a partir de 1792 y que estuvo en vigor hasta 1806. En este calendario el año comenzaba el 22 de septiembre, fecha de la proclamación de la República, y se dio a los meses nuevos nombres: vendimiario: mes de la cosecha de la uva, pluvioso: mes de las lluvias o germinal: mes que hace brotar las plantas. Si Julio César o Augusto tuvieron el privilegio de bautizar dos de los meses, estos enardecidos revolucionarios debieron sentirse con la misma legitimidad. Locuras aparte, el ser humano se ha devanado siempre los sesos por ajustarse en el tiempo y marcar sus días más sobresalientes.
El término calendario deriva del latín “calendarium” que no era otra cosa que un libro de contabilidad. Está relacionado con kalenda, primer día del mes para los romanos y también el día en el que se presentaba el contador con su “calendarium” a cobrar. No es de extrañar que esa misma palabra comparta raíz con “clamor”. Imaginamos los gritos y proclamas de insultos que provocaría ese día.
Asistimos en nuestra ciudad a un debate por el señalamiento de los días en nuestro calendario laboral. Es un debate viejo. En Roma, los señores que marcaban el calendario eran los pontífices y su primer deber era distinguir los días “fasti,” en los que se podían celebrar las asambleas y actos públicos y los “nefasti” aquellos en los que no había actividad pública (debiéramos reflexionar todos por qué últimamente nuestros días de asamblea parecen ser todos del segundo tipo).
Es cierto que un calendario nos liga a una serie de pautas de comportamiento y reconocimiento. Los ciudadanos recorremos, a través de las hojas del calendario, un conjunto de fechas que modulan nuestras relaciones con el mundo más cercano. Las páginas se revisten de recordatorios, conmemoraciones religiosas, logros históricos, ritos espirituales, acontecimientos de hechos pretéritos que son importantes para todos. Si nos ofrecieran la libertad personal de disponer de nuestro propio calendario, cada uno de nosotros probablemente marcaría en él el recordatorio del mejor encuentro amoroso, el conocimiento de la mejor amiga, el nacimiento de los hijos o el día que nos atrevimos a algo por primera vez. Ese sería el marcador de nuestros días festivos y de gloria personal.
Sin darnos cuenta, señalamos en el calendario nuestras pasiones. En el libro “Como polvo en el viento” de Leonardo Padura, la vida de los protagonistas gira en torno al aniversario de Clara, el 21 de enero. Esa fecha marca para siempre las vidas de un puñado de jóvenes que celebrarán ese día, juntos primero, y en la soledad de la pobreza o el exilio después. El cumpleaños de Clara es la única bisagra que mantendrá unida la historia de todos, el indicador anual de lo que son y de lo que serán, la única fecha remarcable. (Léanme ese libro en cualquier día del calendario).
Los días que marcamos en el calendario disponen para todos de un fuerte nexo entre la vida presente, la historia, y nuestra pertenencia a una comunidad. Por eso, es importante que todos estemos representados. Si no lo hacemos así, si no marcamos, sellamos, coloreamos lo importante para todos estaremos viviendo en una absurda fuga de nuestra verdad como ciudad, de nuestra identidad más auténtica. Dejándonos llevar por el vocerío y la crispación, convirtiendo el calendario en una revolución de sainete no hacemos más que reconocer una tremenda crisis de identidad, o aún peor, una crisis de intimidad si no señalamos lo que nos debiera emocionar a todos.
Los romanos, al finalizar el día, lo marcaban con piedra blanca o negra según hubiera resultado feliz o aciago. De ahí viene la expresión “tener un día negro”. Lo único importante de esta enrevesada cuestión política es que todos los ceutíes podamos marcar con piedra blanca nuestros días. Esa y no otra debiera ser la agenda de la clase política (del latín “agendum” lo que se debe hacer).
Por cierto, el término “calendario” tiene un sinónimo hermano: “almanaque”, del árabe al-manākh, que significaba ciclo anual.