Finales de julio del Año 430 a. C. Estadio de mármol blanco de la ciudad libre de Atenas. Los ciudadanos llevan días celebrando las Grandes Panateneas, los juegos atléticos en honor a la diosa Atenea. Han llegado viajeros de todos los rincones del mediterráneo. Ya han tenido lugar las carreras de hombres armados, el pugilato, la lucha y el pancracio. Hoy toca la prueba de lanzamiento de jabalina. La expectación es máxima. Han pasado cuatro años desde la última competición. La grada de honor la presiden Pericles, arconte de la ciudad, máxima autoridad política de Atenas, y Protágoras, filósofo natural de la ciudad griega de Abdera, invitado por los atenienses, máxima autoridad intelectual de toda Grecia.
Un joven atleta local, del mismo demos de Sócrates, se encinta el pelo y, con algo de inseguridad, toma una tira de cuero para enlazar su jabalina al dedo índice. Seguidamente, da unos pequeños pasos para tomar impulso e intercambia sus pies para lanzar. La jabalina asciende furiosa surcando el aire y, cuando alcanza su punto máximo, comienza a descender como un águila en busca de su presa. A los pocos segundos, el graderío prorrumpe un grito de espanto para concluir en un silencio sepulcral. La jabalina ha atravesado la cabeza y el pecho de Epítamo de Fársalo, un atleta que se estaba preparando para ejecutar el lanzamiento de disco, causándole una muerte digna de una película de Tarantino.
Los organizadores suspenden las pruebas de ese día. El público desaloja el estadio. Los únicos que se quedan son Protágoras y Pericles que inician un apasionado diálogo en el que tratan de determinar, por estricta lógica, quién es el responsable del mortal accidente: el lanzador, los organizadores de la competición o la jabalina. Según relata el historiador Plutarco, la discusión duró todo un día.
Del debate, lo que hoy nos llama más la atención es que se pueda echar el muerto a la pobre jabalina, pero ha de tenerse en cuenta que la Ley de Dracón permitía llevar a juicio por homicidio tanto a animales como a objetos:
Cuando un objeto inanimado despoje a un hombre de su alma, salvo si es un rayo o algún dardo que venga de dios, pero en el caso de todo lo demás aquello que mate a alguien o bien porque la persona se cae sobre él o él mismo cae sobre la persona, el familiar debe poner de juez al vecino más cercano y, tras hacer una expiación por sí mismo y por toda la parentela, expulsase más allá de los límites al culpable, como se prescribió en el caso de los animales. (Platón, Leyes, 873e-874a)
Sírvanos de ejemplo el caso de la estatua de Teágenes de Tasos, un famoso atleta, que, casualmente, cayó encima de un antigua enemigo suyo (del atleta, no de la estatua). Los atenienses juzgaron a la escultura, la declararon culpable, la condenaron al destierro y la terminaron arrojando al mar. Si los atenienses examinasen el impacto de algunas tecnologías sobre la salud de nuestras almas, es muy probable, que muchos de nuestros cacharros electrónicos terminasen en las profundidades del mediterráneo. En cuanto a la responsabilidad del lanzador de la jabalina, debemos señalar que la justicia ateniense distinguía los siguientes tipos:
•Homicidio voluntario o premeditado: el que ocurre después de planearlo y es fruto de una decisión consciente y libre de matar a otro ser humano
•Homicidio impremeditado: cometido involuntariamente o de una reacción inmediata a una emoción. Sirva como ejemplo el caso de un boxeador que mata, involuntariamente a su rival, en un combate.
•Homicidio involuntario: asesinato no intencional que es consecuencia de una negligencia o imprudencia.
Es muy probable que Pericles y Protágoras examinasen concienzudamente si hubo o no negligencia en el atleta que lanzó la jabalina. Pericles, como máxima autoridad de la ciudad, debió decidir si los organizadores del evento, que eran cargos públicos, habían ejecutado con responsabilidad sus obligaciones, porque, si se diera la circunstancia de que el accidente hubiese sido fruto del incumplimiento de sus funciones civiles, podrían ser acusados de delito contra la polis, cargos que incluían desde altísimas multas, hasta el destierro o la muerte. Por como gestionaron la pandemia de la covid, más de uno de nuestros cargos públicos hubiese acabado bebiendo cicuta si Pericles y las leyes de Atenas nos gobernasen hoy.
Lo que salta a la vista, y explica las largas horas de discusión, es que el dilema de la jabalina excedía con mucho el ámbito jurídico y habría el melón para un auténtico debate ético que reflexionase cómo debe asumir una sociedad las desgracias que en ella acontecen. Lo que indagaban Protágoras y Pericles no era a quién cargarle el muerto, sino cuál era la responsabilidad máxima según la recta razón, según el razonamiento más justo. La complejidad del problema de la jabalina reside en saber discernir las responsabilidades individuales y las colectivas. El caso de la epidemia de salud mental provocada por el abuso de pantallas, especialmente entre nuestros jóvenes, es, en esencia, exactamente el mismo que el de la jabalina y las preguntas que podemos hacernos son idénticas a las que quitaron el sueño a Pericles y a Protágoras: De quién es la responsabilidad máxima: ¿De la propia tecnología? ¿del usuario? ¿de la empresa fabricante? ¿del programador? ¿de los legisladores? ...Disponemos de todo el día para discutirlo.