Les confieso que me sorprendió. Y eso que resulta complicado que los discursos, demasiado encorsetados, del presidente de la Ciudad me llamen la atención a estas alturas. Pero sí. La alusión clara y directa que hizo a la corrupción, que tildó de “mal insoportable”, en pleno discurso con motivo del aniversario de la Constitución, hizo que todos nos preguntáramos eso de ‘¿y esto?’. Más si cabe cuando, tras la alusión a la corrupción, llegó la manida frase del respeto a la presunción de inocencia y la huida de los linchamientos. Y claro, he ahí donde estaba encerrado el gato, en la necesidad manifiesta de implorar el respeto a la presunción de inocencia cuando nos conviene o, mejor dicho, cuando encarta.
Ningún político, mucho menos nuestro alcalde-presidente, debería destacar la lucha de la corrupción como un objetivo. Esto es como al magistrado, se le presupone que sabe aplicar justicia; como al policía, se entiende que sabe cómo perseguir la delincuencia; o como al político, debe saber y llevar a gala que meter la mano en la caja común no va ‘en el sueldo’. La corrupción no es que sea un mal insoportable, es que debiera ser la máxima de cualquier gobierno vetarla. Luchar contra ella no es un objetivo ni una meta, es que esa lucha no debiera existir si realmente la clase política acatara su tarjeta de presentación: trabajar por el ciudadano no por sus propios intereses.
Tras la corrupción va la presunción. Éste es un derecho burlado por sistema. La propia Administración se carga esa presunción cuando quiere difundiendo incluso imágenes de detenidos a cara descubierta; la propia Administración ordena dimisiones de unos pero mantiene a otros bajo sospecha según criterios; la propia Administración clama protecciones interesadas interpretando el derecho a su antojo.
En asuntos de este tipo no hay momentos, no hay idoneidades, no hay conveniencias... como tampoco debe haber discursos.