Estamos viviendo una insólita experiencia. Podemos agradecer que, afortunadamente, desde hace ocho décadas, no hemos padecido ningún conflicto bélico ni enormes catástrofes generalizadas. Seguro que hay momentos que imaginamos la situación actual no real, sino una especie de simulacro. Nunca la población ha tenido que permanecer enclaustrada, por ahora durante más de dos meses, con la amenaza – confirmada con la cantidad de muertes y afectados– de un minúsculo pero letal individuo, identificado como coronavirus. No cabe duda que el confinamiento– quizá no necesariamente tan generalizado y por tanto tiempo– ha sido una medida necesaria para evitar los contagios. Con la progresiva disminución de infecciones y fallecimientos se ha procedido a la denominada desescalada, en realidad una reincorporación de la ciudadanía y las actividades a la vida normal. El Gobierno la ha programado a base de etapas, con adaptación progresiva. Incluso con fase cero y en algunos casos, curiosamente, empleando decimales.
El confinamiento ha producido un frenazo y, en muchos casos, paralización de actividades económicas. La desescalada– con las limitaciones y restricciones apareadas a cada fase–seguro que no permitirá la recuperación total. Se nos presenta un sombrío horizonte. No pretendo en este artículo incidir en las repercusiones del confinamiento y la desescalada en los aspectos económicos y sociales, de una enorme gravedad, que deberán ser tratados con la máxima urgencia y efectividad.
Pretendo descender – o ascender– al capítulo sicológico. De esta experiencia, totalmente nueva, no sabemos exactamente que repercusiones manifestará en el futuro sobre el equilibrio mental de gran parte de la población. Solo me referiré a las consecuencias de una estancia prolongada en un confinamiento y a la actitud ante la salida. Inevitablemente las situaciones que se va a generar con posterioridad como consecuencia de los desempleos y la falta de recursos –en muchos situaciones personales y familiares–, la quiebra de pequeños negocios, la precariedad y la desesperanza, puede afectar gravemente– y no se trata de una visión alarmista, sino realista– a una considerable cantidad de población. Es una situación que las administraciones deben prever y abordar. Paralelamente – y ya se están produciendo casos– al personal sanitario que ha tenido que trabajar desbordado, en condiciones con falta de protección, con horarios descontrolados, contemplando cada día dolorosas situaciones y fallecimientos y aún más, teniendo que decidir – en muchos casos– quien viviría y quien no podía ser atendido, esta nueva experiencia– a pesar de que nos parezca que por su profesión están acostumbrados– no cabe duda que le pasará factura.
Ante la alternativa de finalización del confinamiento y el regreso a la salida, se ha revitalizado últimamente la expresión “síndrome de la cabaña”. Aunque muchos expertos no consideran demasiado correcta esta definición, parece ser que todo el mundo la identifica con la sensación de miedo a salir de casa, de ciertas personas, tras el prolongado encierro. Posiblemente el término se ha generado a partir de la llamada en inglés “cabin fever” o” fiebre de la cabaña”. Unidos ambos términos sería un oxímoron ya que son contrapuestos, aunque en algunos casos pueden realimentarse.
El fenómeno cabin fever empezó a estudiarse a principios del siglo XX. En Norteamérica y Canadá mucho cazadores y buscadores de oro, debían permanecer durante largos espacios de tiempo, en condiciones meteorológicas adversas y casi siempre extremas, recluidos en aisladas cabañas. Con frecuencia estaban afectados por episodios de ansiedad, angustia, depresión e incluso problemas respiratorios leves y fiebres. De ahí que se conozca como “fiebre de la cabaña” este fenómeno que se produce en personas que hayan pasado un tiempo incomunicadas en cabañas, por lo general, en entornos rurales. Esta sintomatología también se ha detectado en antiguos fareros, guardas forestales, presos o secuestrados durante largo tiempo. Ciertamente es posible que, aparte del propio confinamiento, también hayan podido influir en la manifestación de síntomas las condiciones higiénico-sanitarias de los reducidos, y con frecuencia, poco salubres habitáculos. En muchos casos se producen fenómenos de rechazo o inadaptación en la vuelta a la comunidad y de ahí es posible que surgiera el término síndrome de la cabaña.
Ante la obligatoriedad general del confinamiento domiciliario, por la diversidad de caracteres de las personas, –aunque evidentemente influyen el espacio disponible, las condiciones de habitabilidad, las relaciones personales entre enclaustrados, las edades y las condiciones de salud, fundamentalmente de las personas mayores– se han producido variedad de reacciones, comportamientos y consecuencias. Existe un grupo humano que ha debido sentir, en alguna medida, el síndrome de cabin fever, el síndrome de la Soledad Inquieta (SSI) y en casos extremos, la claustrofobia. Pueden haber sufrido episodios de inquietud, desasosiego, crisis nerviosas, depresión, dificultades para dormir, aburrimiento e incluso irritabilidad. Según estudios clínicos, también ha podido dar lugar a un elevado consumo de bebidas alcohólicas, por la falta de autocontrol y autorregulación. Quienes más han podido sufrir este tipo de trastorno son las personas vitales, de carácter extrovertido, con muchas relaciones sociales y con trabajos que tengan que ver con la gestión y las relaciones públicas.
Otros grupos – también, evidentemente, de gran diversidad – habrán sentido incomodidad al principio, pero posiblemente se habrán ido adaptando sin mucha dificultad, aprovechando incluso el confinamiento de manera provechosa, para reordenar el domicilio, distraerse con lectura, música o trabajos manuales. Por supuesto el confinamiento lo habrán agradecido los ciberadictos. Para ellos poder estar a plena dedicación vertidos en los videojuegos y redes y contactos sociales, habrá sido un regalo inesperado. Y no digamos– como caso extremo– aquellos que padecen el Síndrome de Hikikomori, bastante frecuente en Japón– donde se cuentan por millones–pero que está aumentando peligrosamente en nuestro país donde se le conoce como “Síndrome de la puerta cerrada” y que acumula más de doscientos casos, detectados en los últimos años. El trastorno lo padecen aquellos jóvenes y adolescentes que deciden, de forma voluntaria, aislarse de manera permanente en su habitación.
Superado o a punto de estar superado el confinamiento iniciamos las fases de reincorporación a la vida normal. Antítesis de las afecciones sicológicas originadas por el encierro, seguro van a aparecer ahora, en algunos enclaustrados, las originadas por el miedo a salir. Es en esta situación cuando se ha generalizado el término “síndrome de la cabaña”. Curiosamente no está tipificado como tal, ni reconocido por la acreditada Asociación Americana de Psicología (APA). Sin embargo, a principios del siglo pasado se empezaron a estudiar los casos de cazadores y buscadores de oro norteamericanos, obligados a permanecer largos periodos de tiempo, aislados, fuera de los lugares habitados. Presentaban, con frecuencia, incomodidad, repulsión e incluso ansiedad con la reincorporación a la vida normal en la comunidad.
Se prevé, tras el confinamiento, que un cierto número de personas, acostumbradas a vivir en el espacio limitado de sus domicilios– con las permanentes informaciones sobre la presencia de virus y las consecuencias que origina– sientan miedo de salir a la calle por el peligro de caer infectados. La sola idea de tener que hacerlo, además del miedo – un reciente estudio manifiesta que siete de cada diez personas, muestran temor de contraer la enfermedad–les ocasionará ansiedad, angustia y pánico. Cuando decidan salir es posible que sufran una hiperventilación y una aceleración del ritmo cardiaco.
Según los sicólogos es, hasta cierto punto, un fenómeno natural, pero debe superarse porque en casos más extremos puede dar lugar a la agorafobia. Este si es un tipo de trastorno, que se manifiesta por la ansiedad y el pánico que ocasiona encontrase en espacios abiertos, rodeados de multitud e incluso en espacio cerrados como el transporte público.
Después de tanto tiempo autogestionándose en casa, como un refugio, puede resultar preferible– sobre todo para personas muy sensibles, miedosas, introvertidas o inseguras, unido al peligro que acecha fuera– permanecer en ella. Evidentemente, los principales clientes del síndrome son los ancianos, las personas que viven solas, los hipocondriacos y en ciertos casos incluso pueden presentarlo algunos niños. No es un trastorno grave, en principio, pero debe cuidarse para que no trascienda en patologías de mayor envergadura. Un enfrentamiento a salidas cortas y graduales, eliminación de ideas de miedos y preocupación excesiva y mentalidad positiva, pueden ser técnicas para la resolución, aunque en algunos casos sea aconsejable la ayuda sicológica.
En mi caso particular– y creo que no padezco el síndrome– no tengo prisa en salir. Trabajo horas en mi despacho, y leo cantidad de libros que llevaban aparcados en las estanterías. Me siento un poco–con todas las diferencias y una de ellas es la amable y dedicada compañía de mi esposa– como aquel Henry Thoreau que, el 4 de julio de 1845, se construyó una cabaña en un bosque de Walden Pond, en el Estado de Massachusetts. Voluntariamente se recluyó durante dos años, dos meses y dos días y allí escribió una obra de culto para los naturalistas y ecologistas: Walden o la vida en los bosques.
Mis 90 metros de piso, no tienen nada que ver con un chalet en Galapagar y tampoco con 2.000 metros cuadrados de jardín para caminar, pero he diseñado un circuito doméstico, desde el dormitorio a la cocina, a través de los pasillos. Con los cálculos que he hecho– aun no siendo una cifra desproporcionada–recorro aproximadamente más de ciento cincuenta kilómetros al mes. Así es que, en mi imaginación, a lo largo del confinamiento he ido y vuelto, virtualmente, andando de Córdoba a Sevilla. Por si al bicho no lo espantan nuestros cuarenta y más, a la sombra, y seguimos con el enclaustramiento, he empezado a caminar hacia Málaga.