No es necesario ser poeta, psicólogo o filósofo, para comprender que el amor es el contenido que llena de sentido nuestras vidas y estimula nuestras tareas. Por eso, cuantos más años cumplimos, mayores son los irrellenables huecos que, en los objetos, en los espacios y en los tiempos, dejan las ausencias de nuestros seres amados. El amor es el todo y el desamor es la nada. Por eso es el asunto de nuestros pensamientos y el tema central de nuestras conversaciones.
Durante la ancianidad el amor sigue atravesando todas las capas de nuestra personalidad, es un fluido que penetra por todos los poros de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu. La vida sigue siendo una comunicación, una comunión que exige contacto directo, estar conectados y reunidos sin motivos ni pretextos. Es una permanente conversación en la que nos contamos y celebramos nuestras alegrías y nuestras penas compartidas.
Conversar es una manera de explicarnos, de entendernos, para redescubrir la importancia de los asuntos sin importancia y, sobre todo, de persuadirnos de que estamos vivos. El despertar de cada día es la comprobación de que seguimos vivos y, también, la constatación de la mortal ausencia de quienes están ausentes. Me permito repetir que, mientras los sigamos recordando y conversando con ellos, nuestros seres queridos seguirán vivos.