Tres semanas después de la tragedia de Melilla, ya no hay emigrantes en el monte Gurugú esperando a cruzar la valla. Hay que buscarlos a decenas de kilómetros, donde viven en las calles digiriendo lo que pasó con una reflexión común: "Estamos decididos a pasar, pero no así".
Desde los bosques de pino mediterráneo en lo alto del Gurugú se ve Melilla. Es la vista con la que despertaban cientos de migrantes aguardando a pasar desde Marruecos a la ciudad española, pero el último intento mortal los ha hecho desaparecer del lugar.
En uno de sus picos, a casi mil metros de altura, cerca de un merendero donde los lugareños dan de comer a los monos, era donde muchos, la mayoría sudaneses, organizaban una gran incursión que, según cuentan ellos mismos, estaba planeada para la fiesta del cordero, el pasado domingo.
Pero una redada policial en los bosques el jueves 23 de junio, que se convirtió, según los testigos, en una batalla campal, les empujó a salir esa misma madrugada hacia Melilla para cruzar la valla en el intento más numeroso, violento y mortal que se recuerda.
Participaron unos 1.500 emigrantes, de los que murieron al menos 23. Resultaron heridos 77 subsaharianos más y otros 140 agentes marroquíes. Para los sudaneses es "el viernes negro".
En el bosque, quedan los restos de la contienda y de la vida en el Gurugú: cepillos de dientes, lentejas tiradas por el suelo, casquillos de botes de humo, un par de sandalias, mochilas rotas, un tubo de pelotas de goma policiales intacto y decenas de árboles quemados en el incendio que se produjo, que la Fiscalía marroquí atribuye a los migrantes.
Por allí solo pasa un joven pastor, que con chándal, deportivas y los cascos puestos busca a sus vacas. "Ya no queda ningún emigrante en el Gurugú", dice antes de seguir su camino. Otros testigos de los enfrentamientos y que no quieren dar su nombre por miedo, explican que fue "como una guerra" y aseguran que murió un agente.
"Los emigrantes tiraban piedras enormes desde arriba y los policías botes de humo", dicen. No se dieron cifras oficiales de heridos o fallecidos ese día.
"Nos ha traído mucho daño"
Para encontrar a los emigrantes hay que salir del Gurugú y de la ciudad de Nador, pegada al monte y fronteriza con Melilla. No se les ve ya en los montes, ni tampoco en las calles, fruto de las redadas llevabas a cabo por Marruecos antes y después de la tragedia de Melilla.
Hay que ir a otras ciudades cercanas como Berkán, 80 kilómetros al este, donde conviven con dificultad los sudaneses, la comunidad que protagonizó el salto de Melilla, y otras más "tradicionales" como cameruneses o nigerianos.
En un parque, un grupo de chicos de Sudán mata el tiempo en la hierba. Duermen allí o debajo de un puente próximo, comen de lo que les da la gente e intentan trabajar en algo.
Llegaron a Marruecos en los últimos meses huyendo de las cárceles libias, desde donde intentaron ya pasar a Europa por mar. Ahora en su cabeza solo hay una cosa: cruzar a España por Ceuta o Melilla. Hacerlo en patera es demasiado caro.
Lo ocurrido en Melilla hace tres semanas les pesa, por los muertos y por la imagen que ha quedado de su comunidad. Intentaron cruzar armados con palos. "No vamos a volverlo a hacer así, hemos visto muchos heridos y muertos, nos ha causado mucho daño. Estamos decididos a pasar, pero no así", dice Ayoub, un joven de 22 años. Sus compatriotas asienten.
La comunidad sudanesa es relativamente nueva en Marruecos y se integra bien con la población marroquí: son también musulmanes y hablan árabe. Los primeros aparecieron en 2020 y desde hace un año ha habido un auge de miles de ellos llegando por la frontera argelina, huyendo de la guerra.
Comenzaron a usar métodos más agresivos para cruzar a Melilla en febrero de este año, reconoce uno de ellos a Efe. "Pero los palos no son para pegar, son para asustar", defiende.
Sudaneses, al margen de otras comunidades
Esas maneras no las comparten otras comunidades, que llevan décadas en Marruecos con otra forma de hacer las cosas: de noche, en grupos pequeños y entregándose sin resistir cuando se les sorprende.
"Nosotros solo llevábamos una botella con agua para mojar un trozo de ropa y ponérnoslo en los ojos si nos echaban gas". El que habla, en un café de Berkán, es Rodrigue Yonga, un camerunés de 40 años que entró allá por 2003, intentó pasar más de veinte veces a Ceuta y Melilla y en 2014, cuando Marruecos regularizó a miles de migrantes, desistió y se quedó en el país.
Ahora se dedica a ayudarlos desde el Movimiento Uplifted Africa (MUA). Eso sí, sigue viviendo en campamentos en los bosques, donde, explica, duermen en tiendas hechas con plásticos y mantas, que calientan hirviendo agua dentro con bombonas de butano, y cocinan con hogueras. "Hay niños que solo conocen eso", dice.
Su compañero activista Herman Mbatchou explica que los sudaneses no están en una especie de "unión africana" que los migrantes tienen en Marruecos y engloba a todas a las comunidades menos la suya. Confía en que finalmente se integren. "Creo que el error les va a enseñar. Vamos a hacerles comprender que no pueden hacerlo así", dice.
En todo caso, de una manera o de otra, los sudaneses, pero también los cameruneses, maliense, eritreos o chadianos, seguirán intentando cruzar. "Llegaremos a Europa cueste lo que cueste", dice Ayoub.