Acabo de regresar de Extremadura, mi querida tierra, que sigue siendo un portento de región por descubrir, porque en ella se tiene un encuentro pleno con la naturaleza y también tiene muchas otras bondades que para sí las quisieran otras regiones de España. Es todo un patrimonio y un emporio de riqueza histórica, artística, arquitectónica y monumental, que bastante gente todavía desconoce.
Como igualmente es también poco conocida las magníficas relaciones que en el pasado mantuvieron el Obispado de Ceuta con Extremadura a través de Olivenza (Badajoz), que fue sede y residencia oficial durante mucho tiempo de los Obispos ceutíes, habiéndose construido especialmente para que ellos residieran en la iglesia de la Magdalena que Olivenza tiene especialmente edificada para darle mayor relevancia y dignidad como sede episcopal de acogida a los Obispos ceutíes, siendo todo un monumento arquitectónico del gótico tardío, estilo “manuelino” portugués del siglo XVIII. Y menos todavía es conocida, aunque antes lo haya también publicado, que tropas extremeñas participaron muy activa y destacadamente en la defensa de la españolidad Ceuta. A ambas cuestiones volveré algún día a referirme, para darlo más a conocer.
Pero hoy me voy a tomar la licencia de ocuparme de mi querida tierra, Extremadura. Normalmente, suelo reencontrarme con ella al menos dos veces al año, en otoño y en primavera. Sobre todo, en ésta, es toda una delicia disfrutar allí de la eclosión primaveral de verde, luz y colores. Hacía ya casi tres años que no había podido volver a Extremadura, debido al los confinamientos y restricciones por el Covid. Ahora, acabo de estar más de un mes.
Al llegar, encontré a Extremadura sedienta, con sólo algunos brotes dispersos de hierba fresca de la otoñada de cuando por allí pasó la turbulenta borrasca “Filomena”. Pero, a los pocos días de llegar llovió ya agua regular y caladera, con un posterior sol radiante, suave y acariciador que pronto hizo rebrotar el campo, pareciendo como si fuera una alfombra verde a los pies tendida, permitiéndome gozar de largos paseos andando entre la exuberante vegetación, por cerros, valles y frescas cañadas, en medio de frondosas encinas y crecida arboleda.
Extremadura es todo pureza, repleta de espacios naturales dándose la mano uno con otro, con ambiente apacible y delicioso, limpio y sano, donde se divisan encalmados horizontes y cielos azules y altos, se perciben largas visibilidades hasta allá en la lejanía donde parecen juntarse el cielo y la tierra, con profundos silencios en los campos, libre de ruidos y de polución atmosférica. Es la región de España con menor índice de contaminación y con menos problemas ambientales; con un sol deslumbrante que todo lo ilumina y trasparenta haciendo relucir los objetos para resaltarlos, poniendo en el ambiente notas de nitidez, de paz, armonía y sosiego, en pleno contacto con el mundo natural, con paisajes y contrates encantadores que hacen más grande su belleza y relajan los cinco sentidos. El castellano-extremeño, Gabriel y Galán, cantó así a la tierra extremeña: “Busca en Extremadura soledades/ serenas melancolías/ profundas tranquilidades/ perennes monotonías/ y castizas realidades”.
Los días allí son de mañanas luminosas, relucientes y placenteras. Se percibe una inmensa claridad que todo lo domina, resaltando los objetos, el entorno y el medioambiente para darle mayor realce, vistosidad y belleza. Pero también es bonita Extremadura cuando por las tardes el sol comienza ya a descender lenta y suavemente hasta languidecer para introducirse en la penumbra de la noche. Son muy bonitas y románticas las noches otoñales extremeñas, cuando comienzan a brillar en sus cielos las estrellas, porque ¿habrá otros cielos en el mundo donde se puedan ver tantas y tan brillantes estrellas como en los cielos extremeños en una de sus noches tranquilas y serenas?. En el firmamento extremeño las estrellas parecen ir por delante cortejando y abriendo paso a la preciosa luna llena, que toda henchida y resplandeciente se asoma por lo alto de la sierra, alumbrando las encinas y los olivares.
Cuánto he disfrutado este año dando mis largos paseos de día entre los verdes y frondosos encinares de las dehesas, desparramados por cerros, valles y cañadas entre su exuberante arboleda, presentando esa típica imagen señera que en cuanto se llega a Extremadura se tiene a la vista enseñoreando el ambiente. Otro escritor extremeño, de Alburquerque, Luis Álvarez Lencero, presenta así una de sus estampas extremeñas: “Anchos atardeceres de nuestra tierra/ bravos campos de Extremadura/ mares de trigo y ejércitos de encinas/ y rebaños de ovejas como espumas”.
Me embeleso y me recreo contemplando allí la naturaleza extremeña, la quietud y firmeza de las encinas con sus raíces profundas hundidas en la tierra, sus grandes ramas y elevada altura de copa ancha; ahora en plena madurez de sus frutos (la bellota) en las montaneras, con sus gruesos troncos y viejas oquedades, que durante cientos de años han sido testigo presenciales y mudos de numerosas generaciones de la buena gente que labora y se afana por los campos extremeños.
Decía el poeta de Mérida, Jesús Delgado Valhondo, que como mejor se inspiraba rimando sus versos era escribiendo recostado sobre el tronco de una encina. El poeta Leopoldo Panero se jactaba de que su vida hubiera madurado bajo la sombra y los silencios de las encinas. Y Antonio Machado, exclamó ante los campos extremeños y de Castilla: “Encinas de Extremadura.../ encinas verdes encinas.../ humildad y fortaleza...”. Y en el mismo himno extremeño se recoge: “Extremadura, patria de glorias, suelo de historia, tierra de encinas y gente de paz” (esto último, añadido por mí).
Por las dehesas extremeñas pace el ganado en la hierba, oyéndose el balido de las ovejas, el tañido de sus cencerros, los quebradizos jugueteos en colectividad de sus corderos, el mugido de las vacas, el relinche de los caballos y el ladrido de los perros. De día, por los alrededores, arrulla la tórtola, revoletean por los zarzales los mirlos en los regatos, por los cerros arbolados cantan la perdiz, las alondras y los ruiseñores, por el cielo pasan volando las grullas en fila formando su típico uno y con su característico trompeteo. Y con la caída de la tarde al oscurecer, revoletean los murciélagos, pían los búhos y los mochuelos. Todo eso, pueden parecer meras sensiblerías, simplezas o sutiles veleidades, pero yo las percibo y las siento como brotes de vida que nacen de la propia tierra extremeña.
Y es que, cuando se nace y se crece en un sitio, se graban tanto las cosas en él vividas, que ya no se olvidan nunca y se añoran siempre. Por eso, cuando no puedo estar en Extremadura, pienso mucho en ella. Será una de las cosas que más han ocupado mi vida, mis pensamientos y mi imaginación. Y, a medida que voy siendo más mayor, recuerdo y me atraen con más fuerza la querida tierra extremeña y mi pueblo; porque cuando no se tienen a mano y se vive lejos, es cuando más se necesitan y se echan más de menos.
Cada vez que vuelvo y me reencuentro con mi pueblo, MIRANDILLA, siento que el alma se me estremece, noto como si el corazón se me ensanchara y latiera más fuerte, creciéndome más mi espíritu extremeño. Por eso, ser "extremeño" es el título que más me identifica cuando por todas partes voy pregonando orgulloso que lo soy. Siento a Extremadura como algo mío compartido que llevo ínsito en mi propia personalidad, que me marca, me configura y me determina en todo mi ser y mi sentir.
Extremadura es todo pureza, repleta de espacios naturales dándose la mano uno con otro, con ambiente apacible y delicioso, limpio y sano, donde se divisan encalmados horizontes y cielos azules y altos, se perciben largas visibilidades hasta allá en la lejanía donde parecen juntarse el cielo y la tierra, con profundos silencios en los campos,
La tierra que a cada uno nos vio nacer, el solar querido donde la apacible virtud meció de pequeñitos nuestra cuna, el sagrado recinto de nuestro primer hogar familiar, la calle por la que aprendimos a andar, los amigos de la infancia - que lamentablemente ya van quedando pocos - las escuelas y los maestros, las propias vivencias que en el medio y el entorno se tuvieron, la buena gente con la que se convivió, el cementerio donde eternamente reposan nuestros padres y familiares queridos, a los que siempre que puedo visito para recordar y llevar a mis padres sus merecidas flores, ¿cómo no voy a recordar, si ellos son mis propias raíces y la razón misma de mi ser?.
La familia es el vínculo que más nos une a las personas en la vida. A la entrada del cementerio de mi pueblo, hubo cuando yo era pequeño colocada una frase muy aleccionadora, que decía: “Lo que eres fui, lo que soy serás”. En él quisiera, cuando me toque, eternamente reposar.
Esta última estancia mía en MIRANDILLA, quizá haya sido la que más vivos sentimientos de alegría y cariño me han deparado, porque tras tres años sin volver por culpa de la pandemia, allí nos hemos reunidos los cuatro hermanos, Eusebio, Manola, Emiliano y Antonio, que cada uno andamos por ahí dispersos. Y qué felices hemos siso, comiendo en numerosas ocasiones con nuestros respectivos cónyuges, recordando nuestra niñez y adolescencia en el pueblo, las vivencias de niños, los juegos infantiles por la calle Arenal, por las antiguas eras ya edificadas, jugando al escondite, a los bolindres (canicas) al “guá”, al repión (peonza), a la “pitoca”, a antera, a andar en zancos, a correr perdices por el campo hasta cogerlas cansadas volando, gateando por las encinas en busca de nidos y pájaros, cazando lagartos por las rendijas de los canchos. Ese recuerdo tan íntimo y familiar de volver a vernos los cuatro juntos y tan unidos, no se nos olvidará ya nunca mientras vivamos.
Y luego están los ricos sabores que de pequeño allí degustamos y que llevamos grabados en el paladar de forma imborrable, como los exquisitos productos de nuestra tierra, la caldereta extremeña, las migas, el jamón de pata negra, el lomo, el chorizo blanco y el colorado, la patatera, el mondongo y el rico “pestorejo” asado. Lástima que todo sea ahora sea tan incompatible con el colesterol y las enfermedades cardiovasculares. Sólo se pueden probar con moderación, pero cuando uno tenía 60 años menos eran la delicia del paladar y pocos se ponían entonces obesos, ni se tenía azúcar en sangre, ni se era hipertenso. Siempre se tenía a mano la medicina más eficaz: la camiseta sudada trabajando en el campo. Pero Extremadura es eso y es mucho más. Como al principio decía, es también la historia hecha arte arquitectónico y monumental. Sólo pondré un ejemplo: las tres Ciudades Patrimonio de la Humanidad declaradas por la UNESCO:
Mérida, la antigua Emérita Augusta, vieja capital de una de las tres primeras provincias romanas creadas en España: Lusitania, Bética y Tarraconense. La antigua Emérita Augusta fue capital de la Lusitania romana, formada por el actual territorio de Extremadura, más el Algarbe y el Alentejo portugués. También fue capital visigoda de España. Mérida sigue siendo la capital de Extremadura. Y los romanos la llamaban la “Segunda Roma”. Mérida es monumental y artística, con su inigualable Museo Romano, el Acueducto de Los Milagros, Teatro, Anfiteatro, Circo, Templo de Diana, Casa del Mitreo, todo romano, más la Alcazaba musulmana y otros monumentos que forman todo un rico conjunto patrimonio histórico-artístico y arquitectónico.
Guadalupe, con su Real Monasterio. Museo de museos, sobre todo, arte pictórico, con valiosísimos cuadros de Zurbarán, plagada de arte de los estilos gótico y renacentista. Y una historia bonita sobre el milagro de su fundación. Cervantes, dijo de ella: "Cuatro días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio; digo comenzaron, porque acabarlas de ver es imposible".
Y Cáceres, con su Plaza Mayor, sus viejos Palacios de la época medieval en el caso histórico, el de Carvajal, Mayoralgo, de la Cigüeñas, Hernando Ovando, el Episcopal, los Golfines, el Aljibe árabe del siglo XII. Iglesias: Santa María, San Juan, San Francisco, Santuario de la Montaña, Museo, Muralla morisca, numerosas Torre del Púlpito, algunas mochadas, etc.
Y no puedo dejar de citar aquí a la buena gente de mi pueblo: sencilla, honesta, acogedora, hospitalaria, entre la que siempre se puede encontrar la mano tendida y el gesto amistoso.