Entrando en el Puente Carranza hay una señal que limita la velocidad máxima a 50, pero casi nadie le hace caso. Dicen los letreros que hay radares, que impondrán multas a los infractores, pero no hay modo. La palma se la llevó el otro día un motorista camuflado que me adelantó en continua -zigzagueando-con un coche de frente.
Se la jugó (el muy desgraciado) por tan poco que un ángel ya desplegaba alas en su ayuda. No sé si entendió que iba con el tiempo de descuento, o que San Pedro se atusaba la barba para ir a abrirle la puerta, pero …¿saben lo peor? que podíamos haber caído otros en ese asalto.
Por mí, él se la puede jugar cuando quiera, pero yo en ese descabellamiento no entro, sobre todo porque llevo pasajeros a los que quiero y él solo sus nalgas batidas al viento.
Anoche- a la vuelta a casa- empieza a tocar un claxon (tanto y de forma tan estridente) que los de los coches nos apartamos pensando que sería cosa de un accidente o incluso la policía en servicio. Asombrados nos quedamos al ver pasar -tan tranquilo-a un coche enorme con dos ancianos, con todas las luces de intermitencia encendidas como en una epifanía. Iban impasibles (ellos a su rollo), pero con semblante rígido supongo que porque no les cedían el paso para ir adonde ellos quisieran. Y es que a las armas las carga el Diablo, pero los coches los conducimos todos aquellos que tenemos una licencia que no es tan difícil de sacar. Un vehículo es un peligro a múltiples ruedas que se pone en marcha convirtiéndose en lo que a su conductor le dé la gana. La diferencia con un arma es la visualización del peligro porque equivale a muerte y por ello – al menos, aquí- su uso está restringido. En cambio, ese amable coche que personificó “el seicientos” -que nuestros abuelos usaban para hacerse los europeos con merendolas y partidillos de futbol en el campo- se nos hace tan entrañable como aquellos seriales radiofónicos que en las tardes de playa (de nuestra infancia) oíamos regalada por algún vecino de toalla. Eso es el coche. Además de sinónimo de diversión, libertad y en los anuncios machistas de mis años de bachillerato, la medida social en la que un hombre debía plegarse si quería conseguir el éxito y –además- conquistar a una guapa. Supongo que por eso ahora es tan disculpable el no ponerse el cinturón, el hacer obviedad de normas o el ponerse ciego antes de conducir, o incluso durante. Porque somos la generación que íbamos atrás en el coche de los abuelos amontonados, con cajas, maletas y utensilios -que de haber un accidente nos hubieran rematado en el acto- y con mascotas trotando de un sitio a otro, a sus anchas. Mucho ha cambiado la historia, pero no en eso. Como soy consumidora nocturna de supermercados, veo hombretones solitarios con perros sueltos dejados a la espera de terminar la compra. “Bájate”, le dicen cuando llegan porque el amarre es inexistente, sin darse cuenta que una bola peluda (impulsada a una velocidad normal de un coche en urbana) es un aldabonazo que te mata o te descalabra. Pero solo vemos ventajas en ponernos al volante y no responsabilidades. Mi padre decía que me daba miedo conducir, pero no es cierto. Solo respeto. Miedo a los colgados que se me cruzan sin que les importe una pluma de ángel que todos nos vayamos al cielo. Porque hay mucho idiota suelto, mucho descerebrado y también un motorista camuflado galopando entre los carriles de un puente, con el aire apalancado en las nalgas que el viento congestiona por el frío. Hay mucho idiota suelto que se mete e insufla las frustraciones y las fatigas cotidianas, los vaivenes de esta vida que lo es todo menos tranquila, creyéndose que controla para desgracia de los que nos lo topamos. Solo pido la suficiente cabeza para saber cuándo ha llegado el momento de dejarlo, de no hacer eso que créanme es un pacer, pero también una responsabilidad porque llevo pasajeros a los que quiero.