A la conquista de Ceuta por las tropas portuguesas en 1415 precedieron una serie de inteligentes estrategias que contribuyeron en gran medida a que la ocupación de la ciudad resultara un completo éxito.
De otra forma, no se explicaría que una ciudad de la que muchos estrategas han coincidido en señalar como inexpugnable, y que después de aquella importante conquista lleve ya 600 años con tan numerosos ataques y estados de sitio e intentos de ser reconquistada como sufrió, sin que todavía fuerza alguna lo pudiera conseguir. Así, a comienzos del siglo XV Ceuta era una plaza estratégica de primer orden, desde el que se podía hostigar el Suroeste peninsular, pues en aquella época el resto del litoral Sur de al-Ándalus formaba parte del reino nazarí de Granada. Se entiende así que la ciudad fuese muy codiciada y estuviese en el punto de mira de los portugueses, máxime cuando éstos acababan de finalizar su guerra con España tras el acuerdo de paz firmado con el Tratado de Ayllón de 1411. El rey Juan I educó a sus tres hijos mayores como verdaderos caballeros: Duarte, Pedro y Enrique. Pensó organizar una serie de festejos y torneos, a los que estarían invitados los príncipes de otras naciones. Pero Joao Alfonso de Alemquer, su ministro de Hacienda, le hizo ver la inutilidad del proyecto, ya que para que el status de caballero fuese realmente valorado debería de haberse logrado en el campo de batalla, no en competiciones deportivas. Fue entonces cuando sugirió al rey que la invasión y posterior conquista de Ceuta sería la mejor oportunidad que se les podría presentar a sus hijos, que se convertirían así en adalides de la cristiandad ante los ojos de los demás países, a la vez que podrían vengar la invasión árabe de la Península.
La empresa era difícil debido a las dificultades que llevaría aparejadas. Exigía organizar un potente ejército, una escuadra que lo transportara e importantes medios logísticos y de toda índole, cuya preparación y sería muy difícil de ocultar a los demás países. El rey portugués y su inteligencia político-militar comenzaron a idear la forma de mantener en secreto la operación y recopilar el mayor número de datos sobre las defensas con que Ceuta contaba. Lo primero que se necesitaba era explorar la ciudad y su territorio para poder disponer de información fidedigna que les llevara a conocer su organización y posibles efectivos de guerra. Se propuso al rey organizar un viaje por mar que fuera ficticio, con escala Ceuta, camino de la corte de Palermo. El rey Juan aceptó la sugerencia e ideó una inteligente maniobra de distracción; mandó a Alfonso Hurtado de Mendoza y al prior del Hospital de Jerusalén, Alvaro Gonzalves de Camelo, como representantes suyos al reino de Sicilia con la engañosa intención de proponerle a su reina, Blanca I de Navarra, que se casara con su hijo Pedro. De esa forma el convoy naval pudo hacer una escala de cuatro días en Ceuta, que aprovecharon para adquirir copiosa información.
Cuando el rey preguntó a Hurtado de Mendoza por el resultado, éste le aseguró que la empresa sería todo un éxito, aunque en lugar de razones convincentes le hizo una supuesta profecía que le habían comentado a él un joven y un anciano musulmanes, según la cual "un rey llamado Juan y uno de sus hijos serían los primeros de su nación en conquistar una plaza africana". El rey no quedó muy satisfecho y pidió la opinión del prior, que fue un tanto enigmática, pues le contestó que para poder dársela requería dos cargas de arena y de alubias. La sorpresa real se disipó acto seguido al utilizar el prior unas y otras para hacer una maqueta de la ciudad con sus siete colinas, su doble muralla del lado terrestre, con sus torres y paños, representando con las alubias las casas, tanto en número como en posición aparente. En cualquier caso, lo más relevante de esa valiosa información topográfica fue el posible emplazamiento en que se podría efectuar el desembarco de las tropas; el cual fue luego representado e identificado en la vista de Ceuta que se incluyó en la colección Civitates Orbis Terrarum. El rey, gratamente impresionado por el celo y sagacidad del prior, consultó con la reina y el condestable, e inmediatamente comenzaron los preparativos de la expedición. Como era de esperar saltó la alarma en las cortes de Aragón y Granada, que rápidamente le trasladaron sus inquietudes. En el primer caso la respuesta portuguesa fue concreta, pues no solo le trasladaron a Fernando I de Antequera sus deseos de paz, sino que incluso le manifestaron su colaboración cuando se sintiera amenazado. Pero el rey de Granada, Yusuf III, creyó que Portugal se preparaba para atacar el reino nazarí granadino, y decidió proponer directamente al rey de Portugal la conveniencia de sellar un pacto de no agresión, que sirviera a la vez de garantía a sus intercambios comerciales.
La respuesta del rey Juan fue diplomática, pero poco clara. Le contestó que tardaría un tiempo en considerar la utilidad de su ofrecimiento. Contrariados los emisarios granadinos, recurrieron a la reina consorte Felipa de Lancaster para suplicarle, en nombre de su homóloga de Granada, Riccaforna, que influyese sobre su marido para mantener la paz, a la vez que le prometieron enviarle los más costosos regalos que quisiera elegir para casar a su hija. La respuesta real, no fue acorde ni diplomática, sino despreciativa, pues no solo se consideró ofendida por haber pretendido que se inmiscuyera en los asuntos de su marido, sino que también agradeció irónicamente los buenos deseos de la reina granadina, rogándole que los guardase donde considerase más oportuno y haciéndole saber que cuando llegase la fecha del casamiento no le faltarían a su hija costosos presentes.
En todo caso, los emisarios informaron al rey nazarita que los portugueses no pensaban invadir su reino, aunque le hicieron llegar ninguna prueba documental de que así fuera. Yusuf III hizo reforzar la seguridad y provisiones de todos los puestos defensivos del litoral granadino; pero como los rumores de los preparativos siguieron circulando, el rey portugués ideó otra estratagema: declarar una guerra ficticia al conde de Holanda, aunque al mismo tiempo le hiciese saber secretamente, a través de un emisario, cuáles eran sus verdaderas intenciones. Paralelamente citó a sus nobles en Torres Vedras y les anunció su propósito de atacar Ceuta. El infante Enrique fue el que se encargó de armar la Flota en Oporto con el beneplácito de su padre: siete trirremes, seis birremes, veintiséis barcos de carga, y un gran número de barcos menores, con los que zarpó para Lisboa, con la intención de reunirse allí con su hermano Pedro, que lo esperaba con ocho galeras. Pero, cuando estaba todo a punto, les llegó la noticia de que su madre había enfermado de peste. Se lo comunicó por carta su hermano Duarte, que reclamaba su presencia en Sacaven.
El cronista italiano Mateo de Pisano recoge que la reina portuguesa ya había mandado hacer tres espadas, adornadas con piedras preciosas, con la intención de regalárselas a sus hijos cuando fuesen armados caballeros. En presencia del rey, la reina las entregó a sus hijos, dando a cada uno de ellos un trozo de la santa cruz, al tiempo que los bendecía. Felipa falleció el 19-07-1415, celebrándose su funeral en el monasterio de Odivellas. El 14-08-1434 trasladaron sus restos a la capilla que mandó hacer su marido en Batalla, estando allí los dos enterrados. Tras el funeral, el príncipe Enrique se unió a su padre en Restello, donde se había recluido para huir de la peste. Siguiendo los deseos de la reina, la expedición a Ceuta se inició el 25 de julio, día de Santiago, con viento favorable; embarcándose en ella reconocidos amantes de la aventura procedentes de Inglaterra, Francia y Alemania. No es seguro el número exacto de barcos y hombres que zarparon, pues nada dijo Gomes Eannes de Azurara, cronista contemporáneo de los hechos. Pero Jerónimo Zurita, en sus Anales de Aragón, dice que la flota se compuso de 33 galeras, 27 trirremes, 32 birremes y 120 pinazas, con 50.000 hombres, de los que 20.000 eran soldados, correspondiendo el resto a remeros y marinos. La flota ancló en Lagos al caer la noche del sábado día 27. En la mañana del domingo desembarcó el rey, junto a todos los responsables de la expedición, para oír misa en la catedral; después de la cual, el predicador real, Joao de Xira, leyó la Bula de la Cruzada expedida por el Papa a favor de los que participaran en la conquista de Ceuta.
La armada llegó a Algeciras, entonces perteneciente al reino de Granada. Teniendo a Ceuta a la vista, despertó la consiguiente expectación, pues los ceutíes no habían sido atacados desde el siglo XII. Yendo ya navegando a toda vela, se desató un fuerte viento, que junto con las poderosas corrientes que son propias del Estrecho, llevó los barcos más grandes hasta cerca de Málaga, con lo que sólo pudieron llegar a su destino las galeras y otras embarcaciones más pequeñas, anclando allí su mayoría. El desembarco se produjo en el entorno del Hacho, justamente en una pequeña bahía llamada de Barbazote (Pirata conocido también como el Desnarigado), decidiendo el rey que se esperara allí la llegada de los otros barcos desviados por el viento, siendo entonces cuando se iniciaría el asalto de Ceuta. No obstante, surgió una nueva tempestad que resultaría beneficiosa a la larga, ya que obligó al rey a buscar un refugio más seguro para su flota; pero mientras que los barcos más grandes alcanzaron sin dificultad Punta Almina, la parte más oriental y poblada de la ciudad, la corriente desvió a los más pequeños, otra vez en dirección a Málaga. Los ceutíes se alarmaron tanto con la primera llegada de los extranjeros que se prepararon rápidamente para su defensa, con la ayuda del rey de Fez y de otros jefes de la zona, logrando reunir unos cien mil hombres. Sin embargo, cuando observaron que de nuevo se dispersaban los barcos creyeron que ya no volverían a reunirse; de ahí que el alcaide de Ceuta, Zalá ben Zalá, rehusara las ayudas y pensara que se bastaba con su propia guarnición. De hecho los mismos portugueses sopesaron abandonar la empresa, aunque lo impidió la firme decisión real la de los infantes y del condestable Nuno Álvares Pereira.
Es de resaltar el protagonismo del infante Enrique, el cual ya había ordenado a sus hombres, cuando se encontraban en Lisboa, que nadie pondría pie en tierra antes que él. Unos 500 portugueses mandados por los infantes Enrique, Duarte y su hermanastro, el Conde de Barcelos, fijaron el estandarte de Enrique en una colina, por la que discurriría luego la calle principal de la ciudad. Cuando los musulmanes vieron que era inútil su resistencia, abandonaron secretamente sus hogares, de acuerdo con su alcaide. Fue entonces cuando decidió el rey que el caballero Joao Vaz de Almada colocase en la torre más alta de la fortaleza el estandarte de San Vicente, el patrón de Lisboa; era el día 23 de agosto. Poco después, el rey, sabiendo ya que su hijo estaba sano y salvo, lo mandó llamar para comunicarle que lo iba a armar caballero por los méritos que había contraído en el campo de batalla. Pero el infante le suplicó que concediera igual honor a sus hermanos, porque eran mayores que él. Juan valoró la sabia sugerencia de su hijo y ordenó que los obispos y sacerdotes, que les acompañaban, se reunieran en asamblea en la mezquita principal y que la consagrasen como catedral de la ciudad. Al día siguiente los tres hermanos se presentaron allí ante su padre, llevando cada uno la espada que les había regalado su madre, y con gran solemnidad fueron ordenados caballeros, tal como quería el príncipe Enrique.