Con gran entusiasmo escribía Patrick Geddes en el prefacio de su obra Ciudades en evolución (1915) que estaba en plena iniciación “el despertar cívico y el esfuerzo constructivo capaces no sólo de sobrevivir sino también de un más pleno cultivo para la obtención de variados frutos y flores; de flores en la historia, el arte y la ciencia; de frutos en la renovación social de ciudades y pueblos, pequeños y grandes”. Por desgracia este despertar apenas se ha iniciado y los frutos esperados aún no han llegado a florecer. La participación ciudadana es raquítica.
El egocentrismo no deja de alimentarse por un sistema económico que alienta el individualismo, el narcisismo y el consumismo.
Los frutos en la renovación social y la participación cívica no han llegado porque las semillas se han podrido antes de germinar. El sustrato social que debía alimentar estas semillas cada día se ha empobrecido más. Nadie se ha preocupado de nutrir el sustrato social con renovados ideales sociales, económicos y políticos. Todo lo contrario. El dogmatismo y la sinrazón empujaron a la humanidad, después de las palabras de Geddes, a la II Guerra Mundial, a la guerra fría entre las dos grandes superpotencias mundiales y a conflictos abiertos en el patio trasero de Estados Unidos y Rusia. África ha seguido deslizándose hacia la pobreza, la sequía y la guerra. Y el Próximo Oriente sigue siendo un polvorín a punto de estallar. Esta realidad la pudimos ver reflejada en los rostros fotografiados por Ángel Colina, que el pasado lunes ofreció una magnifica conferencia en la Biblioteca de Ceuta, acompañado por nuestro amigo Hamadi Ananou.
Los rostros fotografiados por Ángel Colina expresaban tristeza y desesperanza. Creo que esto último es lo peor que le puede pasar a un ser humano. Vivir sin expectativas de futuro corroe el corazón y seca cualquier brote de creatividad intelectual y artística. Es una muerte en vida. Una condena vital que genera frustración, resentimiento y odio. Puede que antes este tipo de situaciones se vieran con mayor resignación. Algunos iban de la cuna a la tumba sin conocer otras alternativas vitales y sin tener clara conciencia de las fuertes desigualdades que se daban y se dan en el mundo. Pero ahora todo ha cambiado. La prensa, la radio, la televisión y ahora internet transmiten continuamente la ostentación y el despilfarro de recursos que caracterizan a los llamados países avanzados. Estas imágenes abren aún más la herida que los pobres tienen en su mente y en su corazón. ¿Por qué me ha tocado a mí esta suerte? ¿Por qué ellos gozan de todo y nosotros de nada?
Muchos de los habitantes de estos países, aún careciendo de todas las comodidades que tenemos en las naciones desarrolladas, eran felices con su modo de vida. Vivían de lo que la tierra suministraba a quienes con gran esfuerzo la cultivaban. Pero tampoco hemos respetado su modo de vida. Las grandes organizaciones multinacionales (FMI, Banco Mundial, OMC, …), yendo de la mano de las grandes corporaciones, desbarataron su economía tradicional y les empujaron a dirigirse a las grandes metrópolis que surgieron con gran velocidad en todos los continentes. Hacinados y condenados a una vida mísera, en la que no tiene la posibilidad de ser autónomos en cuanto a su subsistencia, viven y mueren sin esperanzas.
Los pobres y marginados del mundo poco pueden hacer para cambiar su situación. Aquellos que se ven con fuerza emprenden la arriesgada aventura de la inmigración ilegal y algunos pierden la vida en el intento. Nuestro acomodado modo de vida se ve amenazado por una llegada masiva de inmigrantes a los que resulta difícil integrar sin que nuestro modelo de bienestar sufra importantes secuelas económicas, sociales y culturales. La reacción más instintiva es la defensa. Reforzamos nuestras fronteras con vallas y fuerzas de seguridad para evitar que entren de manera ilegal en nuestros países. En este conflicto no son se enfrentan inmigrantes y guardias civiles o policías, sino también derechos humanos y deberes gobernativos. Los inmigrantes tienen el derecho de que se respeten su integridad física y moral, y los guardias el deber de proteger nuestras fronteras. El equilibrio entre intereses tan contrapuestos es muy difícil de lograr. A unos les empuja la desesperación. A los otros el cumplimiento de unas ordenes no siempre claras y concisas.
¿Hasta qué grado los ciudadanos de los países desarrollados somos responsables de la situación que empuja a estos jóvenes a arriesgar sus vidas para traspasar nuestras fronteras? En un mundo globalizado como el que estamos, toda y cada una de nuestras acciones y omisiones tienen una consecuencia en el orden mundial y una traslación directa en la realidad local. De una manera cada vez más clara todos somos cómplices con nuestro silencio de la realidad local y global que nos ha tocado vivir. Como ha escrito Federico Mayor Zaragoza en su blog, “Cuando callamos en lugar de alzar nuestra voz, en un gran clamor popular frente a las inmensas injusticias, frente a los desmanes de los grandes grupos de poder, frente a las disparidades crecientes que llevan a vivir –y morir- a tantos seres humanos en medio de precariedades sin fin, en la pobreza extrema… estamos cometiendo un delito de silencio, siendo cómplices –“silencio cómplice”, como lo ha definido lúcidamente el Papa Francisco- de inhumanas vejaciones que atentan contra todos los valores éticos y, sobre todo, su fundamento: la igual dignidad”.
Yo iría algo más lejos que el Sr. Mayor Zaragoza. No sólo deberíamos romper nuestro silencio y exigir soluciones globales a las desigualdades que se dan en el mundo, sino también actuar de manera clara y decidida. No solo estamos obligados a pensar de manera global, sino también actuar de manera local sin perder, como apunta Edgar Morin, la perspectiva global. “Solo pensando las cosas a medida que se las vive”, decía Geddes, “y viviendo las cosas a medida que se las piensa, puede decirse de un hombre y de una sociedad que piensan y viven de verdad”. Quizá esto es lo que nos sucede: que no pensamos ni vivimos de verdad. El pensamiento autónomo y creativo está en vías de extinción. Nuestra pereza mental y falta de ambición espiritual nos está empujando a un proceso de involución humana sin precedentes. Tenemos los sentidos aletargados y los sentimientos empobrecidos por la falta de contacto con la naturaleza y el resto de las criaturas con las que compartimos esta frágil cobertura vital que llamamos la biosfera. Las máquinas se han interpuesto en las relaciones entre los seres humanos. La empatía, que es uno de los rasgos característicos de nuestra especie, se ha empobrecido por falta de contacto directo con nuestros familiares, amigos y vecinos. Es necesario, por tanto, revitalizar los atributos esenciales de la sociedad humana que son la comunicación, la comunión y la cooperación. Y para ello se requiere importantes cambios en la organización social y económica, así como en nuestra relación con el medio ambiente.