Esta expresión, acuñada por Hannah Arendt en el análisis del juicio a Adolf Eichmann, y puesta en boga tras la liberación del sacerdote Georges Vandenbeush, secuestrado por los fundamentalistas islámicos, tiene su máxima relevancia en un occidente que mira pasivo e indolente como destruye su futuro. Asistimos impertérritos a una nueva forma de gobernar que nada tiene que ver con el interés general de los ciudadanos, observamos con una quietud pasmosa la siega de derechos y libertades, casos de corrupción delincuencial y moral que sin lugar a dudas nos pasan factura, no ya económica, sino también social.
El extendido concepto, arraigado en las más profundas cavernas de una administración pública atrofiada por culpa de gobernantes sin escrúpulos y la interminable lista de barrigas agradecidas, fomentan la ceguera, sordera y enmudecimiento de un país en el que despuntan, por escasos, los verdaderos hombres de Estado.
La pugna que ahora se dirime en el seno de la Administración Pública por prestar una verdadera función de servicios del Estado, o ser el coladero de amiguetes vergonzosamente dispuestos a devolver el favor, es el desafío más importante que afecta al futuro de España: desde la sanidad a la educación, desde la seguridad al debilitado sistema judicial, ahora debemos depositar nuestras esperanzas y confiar en unos trabajadores públicos que están dispuestos a presentar batalla, y no servir de palanca de transmisión de un poder corrupto y corruptor.
La falta de acción de una sociedad adormecida o secuestrada por el terror político y las migajas sociales que a modo de prebenda graciable recibe de las mismas miserables manos que la expolia, una sociedad que no se preocupa por las consecuencias de sus actos, solo por el cumplimiento de las órdenes repitiendo fidedignamente las conclusiones del experimento de Milgram; permitiendo que se extienda el mal. Uno de los mayores logros de esta corrupción generalizada es el silencio social y con esto evitar el despunte de las buenas acciones, que las hay.
Es un enorme error considerar al mal desde una perspectiva trivial. No existen males menores, al contrario, el mal solo general mal, y esa banalidad encubre una inclinación voluntaria. Las personas podemos cometer crímenes horrendos arrastrados por la futilidad de la manipulación del discurso ético ¿Quién no ha escuchado alguna vez “el que no roba es que es tonto”?
No es necesario recordar que vivimos en un país en el que la Jefatura de Estado es portada del rosa, comidilla de mentideros, escándalo público por casos de corrupción y fortunas inexplicadas e ignotas al fisco. Un país donde el Presidente de Gobierno es acosado por la sospecha pública de sobresueldos no declarados y chantajeado por un presidiario, un país donde las acciones antiterroristas son abucheadas y cuestionadas por el propio gobierno del Estado -¿O quién se cree que es Urkullu?-, un país en el que un senador huye para evitar que le registren el despacho, un país en el que diputados no se han leído el programa por el que fueron elegidos.
Como anunciaba Edmund Burke, para que triunfe el mal, lo único necesario es que los hombres buenos no hagan nada.