La llegada de nuevas empresas debería ser acogida con agrado en una ciudad en donde la competencia debe ser real y efectiva para que repercuta en beneficio del ciudadano. Cada empresario se las tiene que ingeniar para enganchar clientela y de esa capacidad de reacción vendrá su éxito. Pero eso es lo complicado, lo que a menudo no gusta. Lo fácil es aplicar la ley del cortijo, es decir, a sabiendas de que se avecina el desembarco de alguna empresa con ganas de competir nos buscamos la forma de cerrarles las puertas. Acudimos a los despachos de los amigotes para ver si nos pueden echar una mano retardando permisos, levantamos el teléfono para ver la manera de causar desgana en quien nos puede hacer pupa e ideamos todas las triquiñuelas posibles para impedir que quienes nos pueden resultar molestos no aparezcan por esta tierra. Es el mundo al revés. Mientras que cruzando el charco a nadie se le ocurriría cerrar las puertas a las inversiones ni mucho menos dar un paso en favor de estómagos agradecidos que quieren seguir viviendo de lujo sin incrementar su esfuerzo, aquí se busca la vuelta para seguir con los mismos tiempos y las mismas épocas. Las vacas sagradas son intocables y la clase poderosa, acomodada en la obtención de pagos a sus ‘gestiones’, gusta de protegerlas. La caza de brujas se mantiene y la presión de los círculos de poder controladores del cortijo está ahí.
Si alguna vez alguno de los perjudicados tuviera la valentía de acudir a los tribunales para denunciar el zoco de Castillejos que se han montado algunos para seguir siendo los amos del calabozo, se abriría el respiradero necesario para garantizar la libertad que hoy no existe y devolver los derechos al ciudadano caballa obligado a elegir entre sota, caballo y rey o marcharse al otro lado de la frontera para así llegar a final de mes.
Si los presionados tiraran de la manta, más de uno se pondría colorado y sus vergüenzas harían temblar los poderosos despachos que siguen afanados en que Ceuta sea, también para nosotros, esta dulce prisión.