La caja de Pandora de la democracia es la corrupción política, pues de ella surgen todos los desvaríos y males que afectan a los estados. La historia nos ha dado la lección magistral sobre esta anomalía, apuntando hacia una verdad incontestable. Las democracias pueden llegar a ser corruptas en un proceso en el que la traición a los propios ideales constituye el principio de ese obrar, de modo que alcanzado un determinado grado de delincuencia, el perfil de un Estado democrático se difumina irremediablemente y en la descomposición del Estado democrático se fortalecen sus enemigos. ¿Pero cómo se fortalece una democracia cuando la corrupción política mina sus propios fundamentos? El abuso del cargo público (o del poder que da) en provecho propio es el fundamento de la concepción generalizada sobre la corrupción y está relacionado estrechamente con el fracaso de una mayor participación democrática, de modo que toda política reformadora que pretenda luchar contra el comportamiento anómalo que representa la corrupción deberá centrarse en desarrollar un poder que sea más democrático, pues el ciudadano afectado por actos decisorios colectivos debe tener la posibilidad de influir en los mismos, representado la corrupción la negación de dicha posibilidad. Es de importancia capital entender que es en las disfunciones de la democracia donde anida la corrupción, sin que sea una consecuencia de la democracia misma, que debe ser reformada en sus instituciones para afirmar y aumentar su calidad. El representante político ha sido elegido mediante el procedimiento del voto por un ciudadano que debe confiar en los motivos suficientemente meditados por los que hizo su elección y para ello es conveniente conocer los programas electorales y las líneas políticas generales de acción, mientras que el representante es responsable ante los electores y está sujeto al control interno de las instituciones en las que participa y de los poderes concurrentes. No menos cierto es que ante él se presenta una pluralidad de intereses que debe conciliar, pero esta realidad no tiene por qué implicar el menoscabo de la integridad en la toma de decisiones. La lucha contra la corrupción implica identificar los casos y sus peligros y, necesariamente, pasa por la proposición de una agenda de reformas que ensanche y fortalezca las vías de la democracia al conjunto de la ciudadanía.