Lo que comenzó pareciendo una crisis económica, muy dura pero una crisis económica, ha devenido en una profunda revolución política que ha alterado los principales fundamentos del modelo de convivencia denominado occidental. El pacto entre clases sobre el que se ha sustentado la arquitectura social más perfecta de cuantas se han conocido, se ha quebrado. La globalización, como expresión sintética de un conjunto de fenómenos de gran impacto e inextricable complejidad, no ha sido digerida adecuadamente por un sistema que se intuía invulnerable. Del amplio elenco de elementos fuertemente deteriorados, o irreversiblemente arruinados, podemos destacar tres que interrelacionados y retroalimentados están desencadenando unas consecuencias funestas. Uno. La pérdida de autoestima de una ciudadanía cada vez más consciente de que la soberanía reside en espacios ignotos e inalcanzables, y que su voto carece por completo de valor para cambiar las cosas (las clases medias ya no intimidan al poder). La democracia es cada vez más formal y menos real (el incremento de la abstención, el imperio de la mentira y la horripilante similitud entre los contendientes, son pruebas irrefutables de la decadencia del sistema). Dos. La aniquilación de la izquierda. Esta ideología representaba un poderoso espacio político inspirado en la defensa de la igualdad como único principio válido para articular un modelo social próspero y justo. Esta forma de pensar ha sido extirpada del ideario colectivo, situándose claramente en la marginalidad. Ahora nadie sabe explicar bien que significa ser de izquierdas. Los partidos con cierta influencia que siguen luciendo las siglas (a modo de nostálgico homenaje), han revisado tanto sus planteamientos que son tan o más conservadores que los que así se definen. Tres. El triunfo total del pensamiento liberal en materia económica, convertido en dogma y abrazado universalmente. La tradicional fuerza del dinero, en su versión moderna, tras un prolongado, persistente e intensivo proceso de enajenación mental colectiva, ha logrado inocular en la sociedad la idea de que la “ley de la selva” es el único camino para mantener y superar los niveles de riqueza alcanzados.
Sólo en este contexto es concebible un brutal desarme de derechos como el que ha perpetrado el Gobierno del PP, bajo el eufemismo de “reforma laboral”. Han sustraído, de manera absolutamente irresponsable, la pieza clave del armazón que permitía un equilibrio razonable entre los trabajadores y el poder económico. La existencia de derechos laborales plasmados en el cuerpo legal, encuentra su origen en el reconocimiento de una obvia relación de desequilibrio entre empleado y empleador. Si la sociedad en su conjunto no impusiera unas condiciones mínimas a los empresarios, la combinación de poder y necesidad, llevaría a la esclavitud de la que creíamos haber escapado hace mucho tiempo. Esto es lo que ha puesto en cuestión el Gobierno con su insólita agresión simultánea a millones de trabajadores indefensos.
La idea subyacente es un viejo modelo de relaciones laborales muy utilizado en épocas pretéritas: trabajador y empresarios, solos, frente a frente. Sin leyes. Sin contrapoder. Las reformas emprendidas, depurada la insufrible marea de subterfugios y recovecos que las adornan, conducen a la soledad del trabajador, forzado por el patrón a aceptar sus condiciones sin margen a la negociación.
Lo más hiriente es que están utilizando la desazón y el desasosiego que provocan los escandalosos índices de desempleo para justificar su tropelía. Desde un punto de vista estrictamente técnico, no existe relación alguna entre el paro y la legislación laboral (la prueba más evidente es que con la misma legislación se alcanzó la cifra más alta de empleo en España). El problema de la economía española no está en los trabajadores, sino en su excesiva dependencia del crédito y su lacerante deficiencia tecnológica. Pero la desesperación de la ciudadanía ante el insoportable drama del paro, ha llevado a aceptar mayoritariamente la falaz ecuación: para acabar con el paro es preciso facilitar a los empresarios suficientes medios de flexibilización. El soporte científico del tal postulado, está basado en teorías empresariales de eficiencia en la asignación de los recursos, muy alejadas de la realidad de una clase empresarial muy poco ortodoxa, cuya única regla es que la “máxima explotación, reporta el máximo beneficio”. En manos de este tipo de empresarios (la casi totalidad de los ceutíes), la nueva ley es un salvoconducto para la explotación.
A partir de la entrada en vigor de las nuevas disposiciones el despido será más barato y menos justificado, el empresario podrá descolgarse del Convenio (pagar menos salario) cuando “diga” que vende menos (no que pierde) y cambiar las condiciones de trabajo a su antojo. Para colmo, el Convenio Colectivo, instrumento esencial que permitía consolidar las mejoras laborales, pierde toda su fuerza: si en dos años no hay nuevo acuerdo (evidentemente de esto se ocuparán los empresarios) todo lo pactado decae y se comienza de nuevo. Tras dos años de aplicación de esta reforma laboral, muchos ceutíes envidiarán los puestos de trabajo de las provincias del norte de Marruecos.
En este triste escenario falta por reseñar una sarcástica perversión. Una gran cantidad de afectados han sido involuntarios e inconscientes cooperadores necesarios, entregando su voto a los insolentes cuatreros de derechos.
Conclusión. Un extenso conjunto de derechos, básicos para garantizar el principio de equidad, han sido abolidos impunemente con la inestimable ayuda de una parte muy considerable de los más damnificados. ¿Queda algo por hacer? Es probable que a corto plazo sea imposible revertir esta situación. Pero sí estamos a tiempo de promover un rearme de nuestra conciencia social, que sirva de palanca para impulsar la reconquista de un modelo de sociedad que nunca abandone la búsqueda de la igualdad. Y debe emerger donde se han iniciado siempre todos los cambios: en la calle. Juntos. Unidos. Luchando. El diecinueve de febrero.