Después de quince años la historia se repite a modo de farsa, en el sentido de drama chabacano y grotesco. En efecto, respecto de la inmigración se están adoptando las mismas posturas miopes que se adoptaban allá por los años centrales de la década de los noventa. En aquel entonces empezaban a acceder inmigrantes de manera ilegal a territorio español ante el asombro y la curiosidad, también, de los españoles. No es necesario entrar en detalles de aquella época. Como el personal comenzaba a inquietarse, acabando el siglo pasado, los llamados a tranquilizar a las masas recurrían a trucos más o menos verosímiles que, andando el tiempo, se han convertido en auténticos camelos dialécticos. No me gusta repetirme, pero cierto es que en aquellos días opinadores de todo pelo y condición echaban mano de la chistera del Gran Houdini para embaucar y tranquilizar a las masas. ¿Recuerda, amable lector, aquello de que tan sólo hay 1% de inmigrantes en España, mientras por ahí fuera llegan al 8%, caso de Francia; aquello de que la sociedad multicultural es enriquecedora; y aquello otro de que los inmigrantes vienen a pagarnos nuestras pensiones y a jubilarnos antes de lo previsto? ¡Qué tiempos aquellos! ¿Verdad? Éramos tan ingenuos e inocentes entonces.
Lamentablemente no se han cumplido aquellas expectativas ‘salvíficas’ que nos pronosticaban los que decían ser entendidos en la materia. Se nos ha quedado, eso sí, la cara como un signo de interrogación, al tiempo que hemos perdido, no sólo la ingenuidad y la inocencia, sino, lo que acaso es peor, la fe en aquellos opinadores, que ahora vuelven, de la mano de sus epígonos, amenazándonos con tribunales, con descalificaciones, con insultos y exponiéndonos en la plaza pública, no sólo al escarnio general, sino, si pudieran, a la quema, como al dominico florentino Girolamo Savonarola. Lo que pretenden esos majaderos es que no hagamos uso de nuestra libertad de expresión ni de opinión. Ellos poseen el ‘copyright’ de esas libertades mencionadas y se las ofrecen a sus adláteres y a sus incondicionales a cambio de una sumisión ovina.
Estos de ahora se preguntan ¿invasión?, ¿qué invasión?, ¿dónde? La invasión, dicen estos majaderos, está en nuestras cabezas. Y sus seguidores salmodian a coro: “eso, eso, en sus cabezas”. Y se retiran unos y otros a sus cuarteles de invierno –para entendernos, a sus muy reservadas y apartadas viviendas– para entregarse a un ritual de alabanzas mutuas y descalificaciones ajenas.
Pero la realidad ignorada se venga de manera atroz. Ya podamos negarla, escamotearla o eludirla, ella, la realidad, se venga antes o después. Lo decía Ortega. Y no deja de ser cierto. Que en quince años hemos pasado del 1% de inmigrantes al 12% no deja de ser una invasión. No hay en Europa, salvo Luxemburgo, país que proporcionalmente tenga más inmigrantes que nosotros. Y lo más lamentable es que un tanto por ciento elevadísimo de ellos ha entrado ilegalmente. Nada de pasaportes, de visados, nada. Aquí estoy y me voy a quedar te guste o no. Por las buenas o por las malas.
¿Y este estado de la cuestión puede acarrearnos problemas en un futuro?, se preguntará el ingenuo ciudadano. ¿Pero cuánto pluralismo puede tolerar el cuerpo social? Nos dijeron esos apóstoles que la diferencia enriquece. Pero nunca dijeron ‘cuánta diferencia’ ni ‘qué número de personas diferentes’. Tal vez se haya obviado algo como el ‘choque cultural’ o si se quiere, en términos algo más sociológicos, la ‘incompatibilidad de culturas’. El inteligente y amable lector no necesitará que yo dé aquí muchas explicaciones sobre la incompatibilidad de culturas. Es lo que está en el ánimo del ciudadano al ver entrar a diario a esos cientos de africanos. J.B. Donges decía que alabar la gran distancia que se registra entre la población nativa y las más variopintas culturas es “una patente demostración de desmesurado optimismo”.
El 26 de abril del año 2001, el entonces Defensor del Pueblo, Enrique Mújica, hizo unas declaraciones, recogidas por el diario El Mundo, en las que alertaba de que la permisividad en la entrada de inmigrantes podría aumentar la xenofobia, “como ocurrió en Francia donde el criterio de que vengan todos ha suscitado problemas de racismo”. Pero nos da igual. Con decir que Mújica es un racista de tomo y lomo está todo arreglado. Y a otra cosa, mariposa. A este respecto, el que fuera ministro del Interior francés en los años setenta, Michel Poniatowski, declaró en su día que “Francia se ha convertido en un campamento africano”. ¿Qué habría dicho si se diera ahora una vuelta por Cataluña o por Lavapiés, por ejemplo?
En fin, si esto no se parece a una invasión como una gota de agua a otra gota de agua que venga Dios y lo vea. Y para finalizar, les recuerdo a esos majaderos y a sus epígonos que lo siento, pero yo no soy el culpable. Sólo me limito a contarlo. ¡Ah!, y “Ama a tu vecino, pero no derribes la verja”, se lo recuerda el poeta religioso inglés George Herbert.