Me imagino que muchos de los lectores del Caleidoscopio habréis tenido la experiencia de entrar en un quirófano. Hay que hacer pruebas, protocolos, firmas autorizando que si no sales vivo de allí los médicos se lavarán las manos; es así, nunca mejor dicho, se curan en salud.
Cuando estás enfermo o sospechas que algo no funciona bien suena un estado de alarma natural: ¿Qué me pasa?, ¿por qué esta molestia? Consultas en Facebook, redes sociales y todo tipo de opiniones que se resumen en la siguiente: eso no es nada pero tienes que ir al médico.
Y así empieza un viaje infinito de especialista en especialista, de prueba en prueba.
Tu agenda se llena de analíticas, ecografías, TAC, pruebas de contraste, biopsia. Todas las imaginadas, menos las autopsia.
Y llega el día de la intervención: tranquilo, ya verás que va a ir bien, no te enteras de nada, estás en las mejores manos.
La camilla pasea por pasillos fríos, llenos de sombras blancas, luces cegadoras, olor de hospital que se te mete en el alma.
Y llegó la hora: 4 cirujanos, anestesista, 5 enfermeras, tres auxiliares de clínica y dos celadores, uno de ellos es Manolo, un amigo de toda la vida. Hablan entre ellos, se ríen, intentan hacerme reír cuando mi miedo se ha congelado definitivamente pues la suerte está echada.
La anestesia me hace pasar a otra dimensión: soy un cirujano que me opero a mí mismo. ¡El paciente ha entrado en parada! Desfibrilador, adrenalina, oxígeno....tic, tac. He fallecido, nada se puede hacer.
Sigo siendo el que está en el quirófano, me tapan con una manta blanca que lleva el nombre del hospital. Yo mismo cierro la cámara frigorífica, unos cero grados.
Me llevan a la sala de autopsias, yo también soy el médico. Somos dos o tres, no lo sé, sí hay un celador que va moviendo mi cuerpo mientras el corazón, hígado y páncreas son desgajados.
No quiero hablar con el difunto, no quiero decirle nada. Todo es mecánico, sé lo que tengo que hacer como forense.
Ahora estoy en un tanatorio. Me percato de que yo soy todos. Hablan y hablan pero yo no soy el protagonista: ya descansa. ¿A qué hora es la cremación?
Abro el horno crematorio y me despido de mí mismo. Ahora veo un fuego que me envuelve pero no siento dolor.
Me dan mis cenizas y yo se las paso a un amigo; acordamos hacer una fiesta de despedida. Manolo sujeta la urna y le pregunto dónde esparcirán las cenizas.
Se me ha pasado el efecto de la anestesia. Si necesita algo nos llama. Pero soy yo mismo el que me despierta, el mismo que permanece cerca en ese despertar.
Ahora no sé si estoy muerto o vivo. No me importa. De nuevo veo a Manolo con mis cenizas diciéndome que va a sembrar rosas rojas. Levanta el puño y tararea la internacional; yo hago lo mismo.