Aunque los mínimos indicios de seguridad llevan décadas eclipsados en el Emirato Islámico de Afganistán, desde el ascenso al poder de los talibanes se ha visto desfigurado, principalmente, en su capital Kabul. Y es que este Gobierno paramilitar cimentado en una ideología fundamentalista islámica que persigue fijar de raíz los principios de la religión a la ley, ha sido denunciado por organizaciones de vulnerar los derechos humanos y coartar a su población en grado extremo.
Tres años más tarde desde la conocida como ‘toma de Kabul’, un hecho calamitoso que ha constituido un salto atrás en materia de Derechos Humanos y que según reseñas difundidas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ANUR), ha causado el éxodo de 6.4 millones de personas refugiadas, siendo la República Islámica de Pakistán y la República Islámica de Irán los principales estados de acogimiento. Sin inmiscuir, otro dato alarmante: los 3.2 millones de desplazamientos internos.
En medio de esta retracción en lo que atañe a los Derechos Humanos, el escenario escalofriante de las mujeres y niñas afganas empeora, al soportar formas diferenciadas de acoso por ser mujeres. Hasta el punto, de que las prohibiciones de sus derechos han ido paulatinamente in crescendo y afectan para mal a numerosas esferas: desde la aportación en la vida pública, hasta la educación y transitando por la salud sexual. Toda vez, que los derechos de las mujeres y niñas en Afganistán han sufrido una historia turbulenta, porque en los años precedentes a 2021, la mujer ejercía en el sistema de justicia y otros organismos nacionales e internacionales, pudiendo ocupar áreas representativas de manera independiente y tener acceso a la educación.
Escenario que como es sabido, permutó de forma contundente desde el protagonismo de los talibanes. Y en opinión de Naciones Unidas, Afganistán es el estado donde más han flaqueado, e incluso abandonado, estos derechos y esta realidad conjetura a marcha forzada el desgaste de la salud mental de mujeres y niñas en niveles indescriptibles. Quienes además arrastran el lastre de la negativa de instruirse en educación secundaria o universitaria o trabajar en organismos internacionales.
Dicho esto, la aldea global dio un vuelvo brusco y digamos que inexorable, y desde entonces un sinfín de sacudidas han empañado gravemente los efectos desencadenantes de la retirada norteamericana de Afganistán y la subsiguiente toma de Kabul por parte de los talibanes que gobiernan de facto.
Hoy por hoy, la prioridad de Afganistán parece hallarse en hacer volar por los aires la presencia de la mujer en la vida pública y extirpar a este tenor sus derechos más básicos. Es por ello, que al objeto de no extralimitar la extensión de estas líneas, es preciso hacer un recorrido sucinto de la opresión que digieren y en las que luctuosamente redunda el verbo transitivo ‘prohibir’.
Primero, el 23/III/2022, a las mujeres afganas mayores de doce años se les impide categóricamente la senda a la educación; segundo, desde los últimos días del mes de marzo de 2022, la mujer afgana no puede coger un vuelo en avión, si ésta no va acompañada por algún familiar varón. Esta norma igualmente se impone a las mujeres afganas que ostenten otra procedencia; tercero, el 7/V/2022, se hizo imperativo el velo integral para las mujeres en zonas públicas. La prescripción que la pone en aplicación determina literalmente que “las mujeres que no sean si demasiado jóvenes, ni demasiado mayores, deben cubrirse el rostro con un velo, a excepción de los ojos, de acuerdo con las recomendaciones de la sharía, para evitar cualquier provocación cuando se encuentren con un hombre”; cuarto, el 13/XI/2022, se les imposibilitó escrupulosamente la entrada a parques, jardines, baños públicos y centros deportivos.
Quinto, en las postrimerías de 2022, se les privó expresamente de hacer acto de presencia en los centros universitarios, con la advertencia de ser detenidas y posteriormente procesadas para quienes contradijeran el mandato. Sexto, en los últimos coletazos del año antes referido, se les vedó dedicarse con su contribución a las organizaciones no gubernamentales (ONG) que actúan en el país. Además, estas ONG hubieron de detener su accionar y un mes después lo restablecieron con personal en algunos sectores excluidos, aunque con elocuentes inconvenientes.
Séptimo, desde abril de 2023 las mujeres tanto afganas como de otros destinos de la geografía, no pueden desempeñar sus labores para organizaciones internacionales. Esta regla aparta a miles de mujeres afganas de la misión humanitaria, haciendo poco más o menos, improbable, el suministro de esta ayuda, ya que según prescribe la Ley del Emirato, la mujer afgana no puede conversar con un varón que no sea un allegado cercano. Y octavo, a partir del 25/VII/2023, una disposición comunicó el cerrojazo permanente de los salones de belleza o estética, que eran los últimos recintos de socialización de las mujeres fuera del espacio del hogar. Obviamente, este decreto las aísla del universo profesional en las que a duras penas regentaban el establecimiento comercial.
Con lo cual, podría concretarse en palabras llanas, que el entorno reinante perpetúa azarosamente al pasado régimen talibán (1996-2001) y reside radicalmente en hacer añicos cada una de las pequeñas conquistas conseguidas por la República afgana. Aunque durante el primer año se constatase una laxa expectativa de que el apremio mundial y la marcha de la sociedad consintieran a las mujeres mantener algunas victorias de libertad, este anhelo fue progresivamente desmantelado por un régimen consagrado por completo a avasallar a la población. Ni que decir tiene, que la arbitrariedad hacia las mujeres ha ido conducida de una inflexibilidad absoluta del régimen talibán desde su arribo al poder, o al menos, de una formalización cada vez más acentuada en su radicalismo.
“La caída de Afganistán el 15/VIII/2021 se convirtió en un cuadro doloroso y un duro memorándum de la inconsistencia de la libertad, diseminando innumerables recelos sobre la credibilidad de Estados Unidos y deteriorando todavía más la confianza entre los aliados y enfervorizando a los opresores”
Para ser más preciso en lo fundamentado, en atención a la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA), la intimidación del régimen se exhibe a grandes rasgos en la cantidad de ejecuciones extrajudiciales consumadas.
Por lo demás, el 13/XI/2022, el Jefe del Emirato Islámico de Afganistán, el mulá Haibatulá Ajundzadá (1961-63 años), difundió por medio del representante del Gobierno, que en adelante los jueces impondrían rigurosamente la sharía, que entraña castigos corporales y ejecuciones públicas para un rosario de correctivos. Hasta ese instante, la superposición de la sharía era el producto de acciones específicas, pero aún no se mantenía legalmente para la urbe de Afganistán.
Lo cierto es, que con motivo de esas afirmaciones, el 7/XII/2022 se produjo en la ciudad de Farah la primera ejecución pública de un procesado por homicidio ante miles de concurrentes. Y ese mismo mes, Radio Free Europe/Radio Liberty, organización de radiodifusión financiada por la administración de los Estados Unidos que transmite noticias, información y análisis a países de Europa del Este, fue purgada por la dirección talibán, al especializarse en emisiones radiofónicas educativas para las jóvenes que actualmente se encuentran desterradas de los estudios conducentes a la educación secundaria.
Simultáneamente, antes del advenimiento de los talibanes, cerca del 75% de los nueve mil millones de dólares del presupuesto del Estado afgano se fundamentaban en la asistencia internacional y en su amplia mayoría norteamericana. Ese refuerzo significaba el 40% del PIB. Y sin ella, el primer presupuesto del Estado talibán para los inicios de 2022 se valoraba en unos 450 millones de dólares, de los cuales, el porcentaje más elevado provenía de los derechos de aduana y de las contribuciones que habían recogido desde su llegada. Amén, que este régimen ha de enfrentarse a una dificultad de liquidez, afín a las sanciones financieras americanas y especialmente, al entumecimiento de unos diez mil millones de dólares del banco central afgano.
En base a lo anterior, el timón talibán aspira a reparar el desvanecimiento de la ayuda internacional y el efecto dominó de las sanciones, intentando incrementar las exportaciones, concretamente de carbón. A día de hoy, concurre una tensa discusión entre quienes no demandan vigorizar el régimen o los que solicitan que se facilite apoyo a la población. De hecho, el Director General de Acción contra el Hambre, reivindicó que se regularizara la ayuda humanitaria y que se diferenciara entre la población que padece cotas indescriptibles de sufrimiento y el régimen que lo somete.
Pero no por ello es menos trascendente, la mitad de la urbe afgana desafía a diario los coletazos de una ardua incertidumbre alimenticia y muchos niños y niñas corren el riesgo de experimentar la desnutrición. La miseria absoluta se ve indispuesta por la cifra de desplazados internos. A ello hay que añadir la inestabilidad económica y humanitaria del estado que se hace prolongable al perímetro cultural, ya que el Emirato Islámico no es capaz de salvaguardar su rico patrimonio tras la desbandada de exploradores, expertos y geólogos.
En cuanto al equilibrio de poder interno en el seno de los talibanes, a grandes rasgos una de las facciones es contraria a cualquier beneplácito, mientras que otra está más por la labor del diálogo con actores extranjeros para avalar la estabilidad del régimen. Así, uno de ellos expuso al pie de la letra que el Emirato Islámico anhelaba “una interacción sincera con el mundo y construir un camino justo y legítimo”, con lo que tachó entre líneas la maniobra de rompimiento radical con el exterior.
En otras palabras, parece haberse desencadenado un conflicto en toda regla en torno a la plasmación de un Consejo de Seguridad Nacional que podría estar tutelado por uno de los fieles al emir, Ibrahim Sadr, lo que despojaría la prerrogativa de los temas de seguridad a los ministros de Defensa e Interior. No obstante, no hay que sobre dimensionar las discrepancias habidas entre las diversas inclinaciones políticas en el núcleo duro de los talibanes, porque no existen partidarios moderados.
Asimismo, no ha de soslayarse la efectividad de diversas dicotomías reconocibles dentro del entresijo talibán, cuya adaptación ideológica se soporta en cuatro décadas de fuertes colisiones armadas e intensa formación común en las escuelas religiosas deobandi del Norte de Pakistán, como movimiento revivalista islámico suní con orígenes sufíes que surgió en la República de la India y Pakistán y se ha generalizado a otros estados como Afganistán, la República de Sudáfrica y Reino Unido.
Del mismo modo, aunque el andamiaje talibán se halle ampliamente atenuado por la crisis que acorrala al estado y las incompatibilidades tácticas entre sus principales cabecillas, en Afganistán no consta ninguna tendencia coordinada, con la singularidad del Estado Islámico del Gran Jorasán, también conocido como ISIS-K, que rete o inquiete al contrapeso talibán.
Otras de las cuestiones peliagudas que no deben pasar desapercibidas de esta exposición, forma parte de la cuantificación de refugiados afganos que escaparon en 2021. En la última etapa de 2022 existía alrededor de 5.2 millones de refugiados o demandantes de asilo afganos, de los cuales, 1.6 millones renunciaron a continuar en Afganistán desde que los talibanes volvieron a hacerse con las riendas del poder.
Y en contraste de la dirección talibán del mulá Omar entre 1996 y 2001, este Gobierno no admite ni resguarda administrativamente a ninguna formación terrorista constituida. Recuérdese al respecto, que durante las conmemoraciones del primer año de los talibanes, el ministro interino de Asuntos Exteriores expuso textualmente: “La estabilidad en nuestro país es beneficiosa para todo el mundo”. Pese a todo, esta argumentación debe examinarse con moderación.
El caso es que tras ceder Afganistán, Estados Unidos persistió en su pugna contra el terrorismo empleando un dron para matar el 31/VII/2022 en Kabul a Ayman az Zawahirí (1951-2022), líder de Al Qaeda, a quien la dirección norteamericana contemplaba uno de los forjadores no sólo del 11-S, sino de otros atentados cometidos por Al Qaeda.
Tras un primer año de aparente tranquilidad, los talibanes no parecían estar lo suficientemente capacitados para afianzar la seguridad que proponían, como justifican los cuantiosos golpes terroristas efectuados por el Estado Islámico del Gran Jorasán, avispado en Afganistán y enfrentado a los talibanes, aunque comparta parte de su pensamiento.
En este marco fluctuante, aunque los talibanes no apuntalen claramente a organizaciones terroristas, lo que habrá que verificar a largo plazo, parece factible que el Estado afgano agravado por la crisis que le acompaña, termine otorgando que prospere un nuevo Estado Islámico que podría cebar el terrorismo yihadista a nivel global.
Por ende, Afganistán es uno de los centros neurálgicos más significativos de elaboración y exportación de heroína y opio. Por proporcionar una cantidad, en 2020 la ONU computaba que el 85% del opio planetario provenía de Kabul. Aunque los talibanes declararon la prohibición del cultivo de amapola, la extensión destinada a ella creció un 32%. Y según explicita un Informe dispuesto por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la plantación de amapola tuvo una equivalencia de 1.400 millones de dólares en 2022, de cara a los 430 millones en 2021. O lo que es igual, en torno al 10% del PIB afgano.
Es probable que los talibanes aludan los efectos de la fatwa del mulá Omar, que aplicó la exclusión severa del cultivo de amapola en 2000, lo que indujo al naufragio de la producción y una perturbación de la economía rural que según los investigadores, posibilitó el entremetimiento norteamericano en 2001.
Años más tarde, si la incursión soviética de Afganistán en 1979 se definió como ‘el Vietnam de la URSS’, la salida de las tropas americanas en 2021, parece ser la última declaración de intenciones de una sucesión de fiascos en las operaciones exteriores norteamericanas y de la ‘guerra contra el terrorismo’ proyectada por George W. Bush (1946-78 años) en réplica al 11-S.
Subsiguientemente, el 6/IV/2023, la Casa Blanca circuló una recapitulación con una docena de hojas de dos Informes confidenciales encaminados al Congreso, en los que se valoraba el repliegue del ejército norteamericano. Aunque el sumario intentaba responsabilizar a la dirección de Donald Trump (1946-78 años), a criterio de varios analistas se descarta dos entornos incuestionables. Primero, la inexistencia de una deliberación de los aliados occidentales concurrentes en Afganistán que tramitaron con enormes contrariedades la repatriación de sus nacionales; y segundo, la frustración de los Servicios de Inteligencia norteamericanos, que en ningún momento anticiparon que la milicia afgana sería aniquilada de golpe por las fuerzas talibanes.
Al igual que tras hechos puntuales como la Guerra de Vietnam (1-XI-1955/30-IV-1975) y la invasión de Iraq (20-III-2003/1-V-2003), es presumible que distingamos una población de estas conflagraciones aminorados psicológicamente, tras sostener múltiples síntomas postraumáticos por la violencia ejercida y el supuesto incomprensible de una misión que ha llegado a su conclusión, hasta dar paso a otro desconcierto.
Llegados a este punto de la disertación, la recalada al poder y el afianzamiento del régimen talibán, indican a todas luces el chasco de los esfuerzos en la interposición occidental entre 2001 y 2021, respectivamente, a pesar de una cuantía financiera considerablemente alta. Me explico: 825 millones de dólares en gastos militares, de los que 85 mil millones resultaron para proveer y adiestrar al ejército afgano; 144 mil millones asignados en el restablecimiento del país y 300 mil millones de dólares en pensiones de invalidez y atención a los heridos de guerra estadounidenses. Y en términos humanos, el precio también resultó ser excesivo: 7.500 fallecidos del lado de la Coalición y poco más o menos, 200.000 afganos muertos, incluyéndose civiles, soldados y guerrilleros talibanes. Pero a pesar de dichos gastos y esfuerzos contraídos, cuando las tropas occidentales dejaron Afganistán, las referencias revelaron los márgenes del desarrollo respaldado por la Comunidad Internacional.
Por aquel entonces, Afganistán se había convertido en el segundo estado más pésimo de Asia con relación al Índice de Desarrollo Humano elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, después de la República de Yemen. Indicador que se maneja para ordenar a los países en tres categorías. Llámense ‘esperanza de vida’, educación’ y muestras de ‘ingreso per cápita’. Al igual que su tasa de pobreza rondaba el 55%, como la tasa de natalidad era la más elevada del continente asiático, junto a la educación secundaria de las mujeres que se circunscribía explícitamente al 15% de la urbe.
En base a un análisis minucioso en el papel jugado por el Reino de Noruega en Afganistán, varios expertos llegan a la conclusión que la principal lógica de la decepción de Occidente, residió en el escepticismo y por otro lado jamás resuelta, entre dos premisas: la primera, derribar Al Qaeda y la segunda, a partir de 2003, ayudar a la instauración de un “gobierno afgano autónomo, moderado y democrático, capaz de ejercer su autoridad y administrar todo el territorio de Afganistán”.
Además de esa frialdad estructural sobre las aspiraciones de la ejecución en Afganistán, estos observadores afirman que se incurrieron en varios desaciertos tácticos, como la conexión con jefes locales incontrolables; la doctrina de la contrainsurgencia y, por último, la coyuntura irresponsable de no valorar adecuadamente la incidencia del nacionalismo pastún.
“Hoy por hoy, la prioridad de Afganistán parece hallarse en hacer volar por los aires la presencia de la mujer en la vida pública y extirpar a este tenor sus derechos más básicos”
Al mismo tiempo, puede decirse que el Estado afgano ha quebrado en el terreno de la justicia, sobre todo, en lo que atañe a los pleitos entre terratenientes, lo que ha inclinado a numerosos campesinos a apelar el sistema de justicia análogo de los talibanes para solventar las muchas discordias. Y por supuesto, desde sus comienzos Afganistán se vio aquejada por una corrupción de gran alcance, pudiendo tener su raíz en la diplomacia transaccional de Estados Unidos durante su acción en 2001, ganando el respaldo de los caudillos locales con enormes recursos financieros.
Una comparativa que puede retratar inmejorablemente este contexto de aguas movedizas donde Afganistán ha tocado fondo, es el golpe de Estado originado el 26/VII/2023 en la República del Níger, que como es conocido depuso al presidente electo Mohamed Bazoum (1960-64 años) y cuyas resultantes aún son dudosas.
Aunque los golpes de Estado de acoso y derribo sean cambiantes por varios motivos, en las dos posiciones parece que presenciamos el desenlace de un cierto prototipo de operaciones conducidas por estados occidentales. En ambos acontecimientos, los procedimientos se trazaron para lidiar una amenaza terrorista, preservar al conjunto poblacional y robustecer al Estado durante la mediación. El esfuerzo de afianzamiento del país desvela súbitamente sus debilidades y el rumbo que se aguardaba haber cuajado. De repente, se desploma como un castillo de naipes para ser suplantado vertiginosamente, primero, por un gobierno teocrático y segundo, por una Junta Militar. En los dos entornos los actores occidentales ensoberbecieron el rastro dañino que la corrupción podía alimentar sobre el estado al que apuntalaban.
Igualmente, concurrimos a una crisis paulatina de identidad entre las urbes locales y los regímenes en turno, conocedores de su marginación de los centros de decisión superpuestos. En Afganistán, este movimiento de peones transfirió al presidente Abd El Hamid Karzai (1957-66 años), que no quería ser divisado como un títere de los norteamericanos, a mostrarse conforme con la anexión rusa de Crimea en 2014.
Aunque estas muestras carguen a una evaluación crítica de las injerencias occidentales, tampoco consiguen especificar qué habría sido beneficioso. Luego cabría preguntarse: ¿qué hubiese sucedido en Afganistán a partir de 2001 si Estados Unidos no hubiera desmontado al primer régimen talibán? ¿Qué balanza de poder permanecería en África Occidental sin los arbitrajes franceses de los últimos años? Y cómo no, estas acometidas que en retroceso dan la sensación de estar descarriadas prematuramente, ¿de verdad lo estaban desde el inicio?
Dado que la intervención irregular en esos territorios está profundamente unido a vastas historias de colonización, es dificultoso determinar el punto de mira en el que habría sido viable un cambio de sentido y de repliegue, sin dar origen a un paréntesis cuya persistencia es tan vaga como el devenir de las estructuras políticas que lo disfrazan.
En consecuencia, hoy no podemos dar de lado a la desdicha que se suscita orquestada mente en Afganistán, corriendo una suerte infausta bajo el paraguas del régimen talibán alentado por Pakistán, sumergiéndolo en una agitación de enorme confusión y dejando heridas que sangran hasta nuestros días.
La caída de Afganistán el 15/VIII/2021 se convirtió en un cuadro doloroso y un duro memorándum de la inconsistencia de la libertad, diseminando innumerables recelos sobre la credibilidad de Estados Unidos y deteriorando todavía más la confianza entre los aliados y enfervorizando a los opresores.
La reaparición de los talibanes, con sus mandatos inexorables contra las mujeres y niñas, presume un retroceso nebuloso para la sociedad afgana. El trato con los talibanes ha resultado improductivo para escudar a una generación implicada con los valores democráticos, los derechos humanos y la bonanza del bienestar común, donde prosiguen quebrándose sistemáticamente los derechos humanos, especialmente, los de las mujeres, que padecen intransigentes reglamentaciones de vestimenta y son descartadas de ciertas profesiones, mientras se perpetúa el tabú a su derecho a la educación superior y flagrantemente se le coarta su libertad de movimiento.