Netflix debería pensar en una nueva entrega de ‘La casa de papel’ inspirada en la fuga de Carles Puigdemont. Ha sido tan esperpéntico que cuesta creer que sea verdad, que una persona y su equipo puedan reírse a la cara de un sistema que hace aguas y que discrimina a los ciudadanos.
No, no todos somos iguales ni ante la justicia ni ante las fuerzas de seguridad. Defender lo contrario es mentir.
Las clases siguen violando esa igualdad que repetimos como borregos, pero que es falsa.
Puigdemont se ha fugado. Llegó, habló ante fieles rodeado de un despliegue policial sin igual, y se largó.
Siete años de exilio, dos mossos detenidos por facilitar su escapada y una risotada al Gobierno de Pedro Sánchez que calla mientras los peperos, incapaces de tener una política centrada, se frotan las manos pensando que ahora podrán sacar beneficios electorales.
Se olvidan que el elemento en cuestión ya se fugó antes y el bochorno, entonces, fue para los populares que gobernaban.
Ahí tenemos a un líder político exiliado, huido de la justicia española, con una orden de detención dictada por un juez del Supremo, que llega al país, no se le arresta porque se teme una revolución social y se escapa. A esto se añade que su regreso a España lo había anunciado en redes sociales.
Es como si nos hubiera dicho: “Aquí estoy, so tontos”. Pues sí, somos bastante tontos.
Lo grave de todo esto es la interpretación que se está dando a lo sucedido. Nos olvidamos de lo importante, de la quiebra del sistema que debe regir un país. Que pierda credibilidad la justicia, las fuerzas de seguridad, la capacidad de control… eso sí es grave. Es lo que debería preocuparnos, más allá del enfrentamiento entre partidos o los azotes que preparan para desviar la atención de tamaño despropósito.
Saber que no todos somos iguales no hace sino alimentar un hervidero social que, ese sí, será un gravísimo problema.