Las civilizaciones mediterráneas no llevan siglos, sino milenios, empleando la salazón para alargar la vida de los alimentos. Hay testimonios egipcios, fenicios, griegos y romanos, entre otras familias históricas, que lo certifican; y hay un buen puñado de razones para que haya sido así, empezando por el mar, la autopista que unía puertos y ciudades cuando el Mare Nostrum era precisamente eso, un mar compartido y no una frontera entre los mundos.
En los tiempos más alejados del presente, la navegación de “cabotaje” iba cosiendo de cabo a cabo los itinerarios de litoral, como dice su nombre, aunque muy pronto se atrevieron los fenicios a navegar en altura. Las mismas estrellas y el mismo cielo que guiaban a los caravaneros sobre la arena del desierto orientaron a los barcos una y otra vez hacia Occidente, con parada en Abyla, que entonces no era un Instituto sino el nombre de la ciudad. Por mucho que cambien los tiempos y las cosas, Ceuta jamás dejará de ser fenicia: lleva la navegación en el ombligo y continúa siendo una puerta entre la tierra y el mar, a pesar de que hoy se hayan entrometido en ella las aduanas.
En cuanto a la salazón, aquel tráfico y la propia marinería necesitaban poner la pesca a salvo del calor deshidratándola, que consiste en extraer el jugo vital pero dejando el alma dentro, para que la cocina cumpla su función, cuando proceda, y resucite el alimento.
El centenar y medio de imágenes, procedentes del fondo documental de Diego Sastre que se exponen en Juan XXIII, pone la tradición local a hombros de la fotografía. Y del mismo modo que las ánforas revelan la historia con letras y sal, esta muestra recalca la presencia en Ceuta de “La mar, siempre la mar”.