¿Se acuerdan de la película Un hombre llamado Caballo?. A mi padre le encantaba. Nunca le he preguntado por qué y lo más grande es que si lo hiciera ahora, ni se acordaría. Va borrando cosas de su memoria como cuando resetean las de la limpieza integral, que es el equivalente actual a lo tan antiguo que hacía mi suegra de limpieza general de verano, invierno y entre medias. Nos hemos acostumbrado a guardar tonterías, porque lo asiático es barato y hace el mismo efecto que lo caro y ya no hay Isi, ni Merchán que nos traigan la ropa para toda la vida. Tampoco es que ahora la ropa dé para nada. Temporera y poco más. De la comida ni les cuento. Cómo va a saber un Bony de los de antes, a lo que saben los de ahora. Y dicen que van a quitarle azúcar porque estamos enganchados a ella. Cuando mi madre en su madurez más vital decía “con más azuquita” como Celia Cruz, ante un café malteado.
Les tengo que confesar que me ha conmovido la muerte de un caballo, reventado el corazón en plena Feria de Sevilla. Hay algunos que se aventuraron al verlo a creer que su fallecimiento era por el calor. Pero no, porque de calor en Sevilla solo muero yo, que tengo alma de gaviota de cuánto más vieja más loca.
Ese pobre equino cargadito de ilusiones y turistas ha llegado a la parada final de la que mi amigo Diego se ha librado gracias a la Sanidad pública y cinco stents que le abren venas y ganas de vivir el resto de su existencia. Los caballos no tienen Sanidad pública, ni el 061, sino una veterinaria privada de nombre exótico que certificó su muerte para que los de Pacma no den titulares. Fue la gente- al verlo desfallecido en mitad de la calzada- los que empezaron a fotografiarlo y darle el réquiem. Fue el dolor de los animalistas lo que los llevó a denunciar el hecho, cuando el hecho es que un caballo ha muerto como en Rebelión en la granja hartito de trabajar, pero bien comido y bien hidratado.
No quiero que me reviente el corazón en mitad de nada, estando limpia, bien comida y bien hidratada. Soy caballo que lleva a la gente a su destino para que se diviertan. Es más, se divierten mientras yo voy tirando de ellos entre indiferente y enfadada. La vida es injusta para los caballos adultos que se han pasado la existencia enganchados a un carruaje. Aguantado a turistas que vienen a esquilmar la esencia sevillana sin llevarse otra cosa que fotos desde arriba del pescante- o la bigotera- con la ciudad dormida o despertada a la fuerza. Sevilla es caballista bien adoctrinada, piragüista o remera, feriante o semana santera, fiera en todo caso porque brama calor de los infiernos por la boca, a poco que la espabiles. Ni Joaquín el del Betis se atreve con ella cuando se enfada por algo, porque ni los chistes, ni el agua fresquita tiene nada que hacer ante tanta magnificencia.
Los tiempos han cambiado y nos hemos domesticado al consumo. Nos hemos hecho individualistas del todo igual para todos sin totalitarismos, ni sectas demoníacas, solo el menor coste y el mayor beneficio como explicaba O kean en la facultad de Derecho de Jerez. Por eso tenemos que hacer limpieza emocional con cajoncitos transparentes y cajitas y cestos de mimbre. Por eso, los turistas se suben a los coches de caballos. Por eso, los caballos siguen sobreviviendo atados a una carga que no escogieron. Como la maternidad. Como el trabajo. Como obligarte a hacer lo que no quieres los 356 días del año para luego comprar compulsivamente, porque al fin eres dueño de tu individualidad durante unos míseros segundos.
El internet se ha disparado. Las compras lo han disparatado porque todos somos caballos de tiro sin alma de indio americano que se haga jefe de la tribu.
La pandemia nos cogió por las patas traseras y nos dio la voltereta novillera. Nos hemos quebrado de riñones y nalgas. Y así estamos apalancados en mitad de cualquier parte con móviles pendientes de nuestra agonía, sacando dentellada para morder a la fatalidad sin que lo consigamos.