Ceuta es la Ciudad alegre y confiada”. Durante medio siglo he evocado recurrentemente esta sencilla pero clarividente y concluyente sentencia; alumbrada en las improvisadas tertulias que personas de una notable talla intelectual mantenían en el círculo de amistades de mi padre siendo yo un adolescente.
Se solía complementar con esta otra: “Aquí la gente no habla más que de dinero, no hay otro tema de conversación”.
La popular comedia de Jacinto Benavente, refleja la actitud omisa de un pueblo que, confiado en el buen hacer de sus gobernantes, vive abstraído y alegre, mientras se adopta una decisión trascendental, equivocada, que los aboca al desastre.
Con sus honrosas y casi insignificantes excepciones o interrupciones, la historia moderna de Ceuta está empapada hasta la saturación por esta característica, casi identitaria.
La inmensa mayoría de la ciudadanía ceutí, se ha mantenido voluntariamente al margen de la reflexión sobre las decisiones colectivas
Cada cual ocupado en gestionar del mejor modo posible sus intereses (fundamentalmente económicos) a corto y medio plazo; ha sido imposible encontrar la masa crítica necesaria para consolidar un espacio de debate desde un conjunto de premisas y principios consensuados que deberían constituir nuestras señas de identidad. Sería muy prolijo reseñar en este momento las posibles causas de este mal endémico.
Probablemente, la más determinante sea el hecho de que ha sido siempre el dinero el principal factor de atracción de la población (el motor de todos los flujos que se han ido sedimentando hasta configurar nuestra realdad demográfica, independientemente de su origen).
El dinero fluye con abundancia (en términos absolutos, pero sobre todo de manera relativa y segmentada), creando una “película” o “filtro” que distorsiona por completo la realdad.
Lo cierto es que en nuestra Ciudad son muy pocas las personas que albergan algún interés en pensar sobre Ceuta más allá de las anécdotas, los sucesos, la actualidad social, o los problemas más inmediatos y visibles.
El debate público se circunscribe a los síntomas, nunca a las causas. Es imposible articular un ámbito de diálogo blindado a los intereses particulares, desde el que descender a lo esencial para encontrar respuestas sobre nuestra razón de ser presente y futura.
Sin que nadie gane o pierda nada. Sin pretensiones de imponer una u otra forma de concebir la verdad. Sin más aspiración que constituir (o reconstituir una entidad).
Lo he intentado de todas las maneras posibles. Fracasando rotundamente. Como siempre. Pero de las conversaciones que he podido mantener sobre esta cuestión, aunque de manera desordenada e inconexa, sí he podio extraer una conclusión.
Sólo existen dos maneras posibles de afrontar la diabólica encrucijada histórica en la que se encuentra Ceuta (ya definida de manera exhaustiva y reiterada): la rendición ante la “evidencia” de que es imposible ganar la batalla; o la lucha “hasta el final” aun siendo conscientes de que la probabilidad de éxito es muy reducida.
Se entiende muy bien desde el paralelismo que guarda esta disyuntiva con la de las personas a las que se les diagnostica una enfermedad mortal (habitualmente cáncer) con un horizonte temporal indeterminado y con un índice incierto de probabilidades de curación. Es una decisión terrible.
El impacto psicológico y anímico es de una dureza insuperable. Una opción es la de luchar para intentar vencer a la enfermedad. Es un proceso agotador, que consume al paciente y al entorno familiar en todos los sentidos.
Los tratamientos y sus consecuencias son estremecedores, el desgaste de cuantos participan directa o indirectamente en el intento es demoledor. Pero se afronta con la fuerza de la esperanza. Una hipotética “victoria” final convertiría todo el esfuerzo en un caudal incontenible de satisfacción y plenitud.
En caso de derrota (el más frecuente), el vacío es insondable y la huella indeleble. La alternativa es evitar el duro tránsito por el dolor. Asumir que no hay curación y aplicarse en que el último tiempo de vida del enfermo sea lo más placentero y agradable posible.
Quizá la vida sea más corta, pero de mayor calidad, ajena al sufrimiento (casi tortura) de los tratamientos médicos y sus perversos aledaños. Ceuta está políticamente herida de muerte. Padecemos una muy grave enfermedad de duración indeterminada y evolución imprevisible.
Durante mucho tiempo he discutido esto con pasión y vehemencia. Siempre he militado en el bando de los que piensan que, a pesar de todo, merece la pena luchar, porque queda una posibilidad, muy remota, pero una posibilidad real, de salir vencedores del trance con orgullo y dignidad.
Otras muchas personas con las que he discutido (inteligentes, formadas y de diferentes ideologías) han sostenido la tesis contraria. No merece la pena arrastrarnos hasta la extenuación acumulando fatiga, sufrimiento, amargura y frustración, porque no hay solución; es mejor vivir con tranquilidad el tiempo que nos quede (sin hacernos preguntas, sin elevar la mirada, sin más anhelos ni ambición). He sido tremendamente crítico con esta posición. Me he negado radicalmente a aceptar que un pueblo no pueda labrar su propio destino.
Pero he de reconocer, con honestidad no exenta de tristeza, que he empezado a dudar. ¿Y si ellos llevaran razón? ¿No será más práctico, y realista, seguir viviendo en la Ciudad alegre y confiada; acomodándonos al devenir de los acontecimientos, fingiendo ignorancia y disfrutando del dorado presente?
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