Opinión

Walt Whitman y el despertar espiritual. Homenaje en su bicentenario

Mi despertar espiritual me llegó de manera progresiva. No fue un despertar brusco y traumático, sino suave y placentero. Cuando hago memoria recuerdo el verano del año 2013 que pasé en la casa de mis suegros en Armilla (Granada). Para ocupar mi tiempo hice un importante acopio de libros. Entre ellos constaba un ejemplar de la obra de Walt Whitman titulado “Perspectivas democráticas y otros escritos”. Cuando encontré este libro en la estantería de una librería de Granada no dudé en comprarlo. Unos meses antes había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a traducir esta obra por mi cuenta, con un resultado no del todo satisfactorio. Mi interés por este libro procede de una mención que hacía Lewis Mumford en su obra “La condición del hombre”. Para Mumford “Perspectivas democráticas” era el libro que más cerca estaba de su objetivo de plantear una alternativa al proceso de disolución de los componentes esenciales de la condición humana.

La edición de “Perspectivas democráticas”, preparada por la editorial Capitán Swing, venía felizmente acompañada por una obra de Whitman que hasta entonces no había tenido la oportunidad de leer: “Días cruciales de América”. Este libro, según el propio autor, recoge las anotaciones breves que fue haciendo en unos cuadernillos que llevaba siempre con él, ya fuese durante su visita a los enfermos y heridos en la Guerra de Secesión; o, en un segundo momento, durante su retiro para la recuperación de una parálisis que le tuvo inmovilizado durante algunos años. A partir de la fecha de recuperación de dicho ataque, dice Whitman, “pasé parte de las distintas estaciones, especialmente las estivales, en un lugar solitario, un escondite, situado en el condado de Candem, Nueva Jersey, a orillas de un riachuelo llamado Timber, procedente del gran Delaware, a unas doce millas, de distancia. En aquellas primitivas soledades, entre las corrientes serpenteantes, en las orillas ocultas y frondosas, juntos a los manantiales y en compañía de todos los encantos producidos por las aves, las hierbas, las flores silvestres, los conejos, las ardillas, los robles añosos, los robles añosos, los nogales, etc…. En aquellos tiempos y en aquellos parajes escribí la mayoría de las páginas”. De todas estas narraciones hubo una que me conmovió de manera especial. Cuenta Whitman que en la noche del día 22 de julio de 1878 disfrutó de una situación perfecta. El cielo se hallaba en un “estado de claridad y esplendor excepcional”. “Una curiosa luminosidad que afectaba a la vista, al sentimiento y al alma”. Y allí, narra Whitman, “en la abstracción y en el silencio (salí de mí mismo para absorber la escena, para mantener el hechizo intacto), la abundancia, la inmovilidad, la vitalidad y la claridad desbordadas de la aglomeración de esa concavidad estelar penetró en mí suavemente, elevándose libre e interminablemente, extendiéndose al este, al oeste, al norte y al sur…Y yo, aun siendo solamente un punto, todo lo abarca”.

…Como si fuera la primera vez, la creación se hundió silenciosamente en mí y a través de mí; su plácida e inenarrable lección, superior -¡cuán infinitamente superior!- al arte, a los libros, a los discursos de toda ciencia –hora religiosa-, indicaba claramente, como nunca lo volvería a hacer –señalando lo no acotado- los cielos completamente constelados. La Vía Láctea, como una sobrehumana sinfonía, alguna oda de vaguedad universal, desdeñando sílaba y sonido, es un destello relampagueante de deidad dirigido al alma. Todo es silencio, la indescriptible noche y los astros: lejanía y silencio”.

Desde la lectura de este breve texto que Whitman tituló “Horas para el alma” no volví a mirar el cielo de la misma manera. Deseaba experimentar esa misma apertura de los sentidos y esos mismos sentimientos que Whitman describió con tanta belleza en sus cuadernos. El final del verano estaba próximo y antes de volver a Ceuta compré un cuaderno decidido a llenarlo con los relatos de mis propias experiencias sensitivas y emotivas en íntima conexión con la naturaleza.

En el transcurso de este despertar de mis sentidos, sentimientos y emociones profundas, inspirado por la Diosa, hubo un momento de máxima intensidad. Durante un mes sentí una gran inquietud interior y un irrefrenable impulso a escribir sobre el espíritu de Ceuta. Sentado delante del ordenador parecía que mis dedos se movían llevados por una fuerza ajena a mí que dejaba sobre la pantalla ideas que brotaban a borbotones desde lo más profundo de mi alma. Yo mismo me sorprendía de lo que salía de mi mente y de mi espíritu. No podía dejar de escribir. Me sentía vital, alegre y animado por una fuerza inspiradora que ocupaba cada milímetro de mi cuerpo. Fue entonces, casi al final de esta experiencia que podríamos calificar de mística, cuando adiviné la estrecha relación que Ceuta tenía con la Gran Diosa Madre. Era el día tres de febrero y escribí un artículo que titulé: “Ceuta, santuario de la vida”. Concluía el texto con el siguiente mensaje: “lo importante de los Dioses y Diosas del Olimpo y las Musas del Parnaso es que simbolizan los pilares de un nuevo orden, de una nueva cosmovisión, de un nuevo paradigma, de una nueva mutación de la conciencia, de una reeducación de nuestra mente y un sincero culto a de la Diosa Madre, Gea, matriz del proceso del universo y dadora de vida. Una vida que fluye de manera constante y cuyo proceso de renovación es especialmente observable en Ceuta, un lugar de especial fuerza, significado histórico y mitológico, donde los dos mares confluyen, como lo hacen los dos planos de la existencia, el terrenal y el espiritual. Este lugar sagrado y mágico está llamado a ser “una gruta sagrada”, un santuario dedicado a rendir culto a la vida, en el que se inicie la sustitución del mito de la máquina por el de la vida”.

Respecto al espíritu de los lugares Walt Whitman afirmó lo siguiente: “El espíritu y la forma son una sola cosa, y depende mucho más de asociación, de identidad y lugar, de lo que habitualmente se piensa. Sutilmente entretejido con la materialidad y la personalidad de una tierra, de una raza, siempre hay algo, aunque yo casi no sé lo que es, y la historia se limita a describir sus resultados, que es lo mismo que la inadivinable expresión de algunos rostros humanos. También la naturaleza, en sus impasibles formas, está lleno de esto, pero para la mayor parte lo que hay ahí es un secreto. Y este algo está arraigado en los raíces invisibles, en los más profundos significados de ese lugar, raza o nacionalidad; y absorberlo y efundirlo de nuevo, exhalando palabras y productos de su propio medio, y llevándolo a las más altas regiones, he aquí la obra, o la mayor parte de la obra, del verdadero escritor de cualquier país que sea, poeta, historiador, conferenciante, y, quizás, incluso sacerdote o filósofo. Aquí, y solamente aquí, están los cimientos de nuestro verso, drama, etc., realmente valioso y permanente”.

Casi medio siglo después de que Whitman planteara por escrito este emocionante pensamiento, el sabio escocés Patrick Geddes expresó en términos similares esta misma idea: “el que por lo menos quiera ser un buen ingeniero, autor de obras que perduren, para no hablar de un artista en su labor, debe conocer verdaderamente su ciudad y haber entrado en su alma…En toda ciudad hay mucha belleza y muchas posibilidades. Y así, para el urbanista, como para el artista, la peor ciudad del mundo puede resultar la mejor”. Llegar a captar el espíritu de una ciudad no es una tarea sencilla. Todo el análisis cívico que Patrick Geddes propuso para una determinada región tenía como fin último conocer su espíritu o genius loci. Una vez identificado este espíritu la misión de la ciudadanía tenía que ser, en opinión de Patrick Geddes, “realzarlo y expresarlo para no borrarlo o reprimirlo más”. Pero, ¿Cómo puede sacarse a la luz y expresarse este espíritu? Por un lado, mediante el análisis pormenorizado del lugar y de las gentes que lo han habitado a lo largo de la historia. Todo ellas han contribuido a conformar la imagen de la ciudad actual. Por fortuna mi trabajo me permite devolver a la luz los objetos que crearon y usaron nuestros antepasados. Es una manera de recuperar la memoria de unas personas y de una ciudad de las que apenas quedan unos sutiles testimonios materiales. Mi imaginación es la encargada de reconstruir el aspecto de una Ceuta perdida en el tiempo.

En esta ciudad reconstruida en mi mente vuelven a la vida aquellos pobladores de la prehistoria que explotaban las venas de cuarzo en la Almina para tallar sus pétreos útiles o los dueños de una lujosa vivienda del siglo XIII cuyo patio ajardinado culminaba en un balcón con vistas al Estrecho de Ceuta.

Walt Whitman me ha enseñado que la esencia de la vida no está en la superficie de mi ser ni en la búsqueda del éxito mundano, sino en el contacto con el mundo intermedio situado en la “confluencia de los dos mares”.

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