Recogía Gustavo Adolfo Bécquer, en su rima LIII, la desesperanza de que su amor volviera a ser como antes: “ Volverán las oscuras golondrinas/en tu balcón sus nidos a colgar…” .La terrible enfermedad que nos asola, conlleva sus efectos más dolorosos: fallecimientos, secuelas, afectación a la economía, confinamiento y la modificación sustancial de nuestro modo de vida. La obligatoriedad, sin duda acertada y preventiva, de utilización de mascarillas nos está privando –y no es una consecuencia menor− de poder contemplar e intercambiar sonrisas. No sé el tiempo que durará este tormento, pero, aunque no quisiera ser tan pesimista como el poeta, confío que volverán a lucir las risas y las sonrisas.
Me impresionó hace poco una noticia sobre un compatriota, fallecido recientemente a una avanzada edad, que durante la II Guerra Mundial estuvo internado un tiempo en el campo de concentración de Mauthausen. Narraba, que durante toda su vida y vivió 101 años, le acompañó la inocente sonrisa que le dedicó una niña, cuando sus asesinos la conducían−aunque ella lo ignoraba− hacia las cámaras de gas.
La sonrisa, sin duda, es uno de los más bellos gestos del ser humano. En una sonrisa cabe un abanico de comunicación: alegría, amor, empatía, felicidad, seducción, amistad, complicidad, incluso ironía o misterio. Con razón, algunos− un tanto prosaicamente, pero real− la han calificado como “engrasador social”. Ya lo había intuido William Shakespeare: “Es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa, que con la punta de la espada” o la hipérbole amorosa del romántico Bécquer: “Por una mirada un mundo; por una sonrisa un cielo…”. Lo más curioso es que corresponde a un gesto que llevamos impreso en nuestro ADN, como una cualidad innata, no aprendida, ya que incluso los niños nacidos invidentes−que no han podido aprenderla de otro ser humano− tienen la capacidad de sonreír.
Los tailandeses, habitantes del tópicamente denominado país de la sonrisa, califican con diferentes nombres doce tipos de sonrisas. El psicólogo norteamericano Paul Ekman, uno de los mejores especialistas en el lenguaje no verbal y en la transmisión de las emociones a las expresiones faciales, identifica dieciocho variedades de sonrisas. Ya desde antiguo, en la Grecia del siglo IV a. C. se reconocían los sentimientos a través de las expresiones del rostro.
Sin embargo, se deben al médico francés del siglo XIX Guillaume Duchenne, las más acertadas conclusiones sobre el estudio neurocientífico de la sonrisa. El investigador descubrió, en 1862, que podían identificarse dos tipos de sonrisas: la veraz, sincera, espontánea y genuina – que en honor a él se conoce como sonrisa Duchenne− y otra, voluntaria, social, impostada o falsa. La primera es una respuesta de los músculos faciales al sistema límbico−donde residen las emociones− y la segunda se origina en el córtex cerebral, donde se generan las decisiones.
Las sonrisas, llamémosles falsas o sociales, se producen por tanto de manera voluntaria en el cerebro y su efecto mecánico consiste en contraer los músculos zigomáticos mayor y menor de las mejillas, originando el alargamiento y curvado de la boca. Sin embargo, en la sonrisa veraz, que se produce inconscientemente de manera automática, intervienen otros músculos además de los zigomáticos, son el orbicularis oculi y la pars orbitalis, que rodean los ojos. Dan a estos una mayor expresividad y la expresión facial es mucho más intensa y rica. Ciertamente, estos más complejos movimientos− repercuten, con injusta sanción a lo verdadero− ya que generan las arrugas laterales, llamadas corrientemente “patas de gallo”. Sin embargo, como curiosidad, en un reciente estudio− creo de EEUU, donde investigan en casi todo− leído hace poco, detectaron que los trabajadores que mantienen mucho tiempo sonrisa social impostada, como actitud comercial hacia los clientes, eran los mayores consumidores de alcohol después del trabajo. No sé si ocurrirá en Japón, donde una compañía de trenes ha utilizado el sonrisómetro –escaner, parecido a una cámara digital− para medir y evaluar la calidad de la sonrisa de sus empleados.
El año 1979, con la apertura de la libertad a temática un tanto escabrosa, antes censurada, la editorial Tusquets instituyó el Premio “La sonrisa vertical” a la literatura erótica. Posiblemente, el autor de la denominación fue el genial Luis García Berlanga, reconocido amante de los temas verdes, por lo que no hace falta explicar−respetando a Duchenne− en qué se inspira esa agradable verticalidad.
Durante la época de Franco, los componentes de sus gobiernos eran fundamentalmente generales de adusta expresión castrense, insignes catedráticos de imagen solemne, marciales falangistas o distantes juristas, donde la alegría parecía brillar por su ausencia. Pero había una excepción. El ministro José Solís Ruiz, egabrense, cuyo rostro lucía casi permanentemente en sus apariciones, una expresión amable. Con razón fue calificado como “la sonrisa del régimen”.
Quizá una de las sonrisas de conocimiento más universal, sea la que Leonardo da Vinci imprimió a su obra La Gioconda o Mona Lisa. Sin embargo, su contemplación produce sensaciones diferentes – tal vez haciendo honor a la reiterada calificación de enigmática− y posiblemente el propio Leonardo quiso imprimirle conscientemente esa indefinición dinámica− de sonrisa/no sonrisa– para despistar los cerebros de quienes la contemplan.
En 1963, la empresa para la que trabajaba, encargó al diseñador de Massachusetts, Harvey Ball, un icono gráfico que levantase el ánimo de sus trabajadores. Así nació un pin con forma de disco redondo amarillo y una línea curva, imitando una sonrisa, que llamó smiley face. No se podía imaginar el diseñador, la difusión de su creación− por la que le pagaron 45 dólares y que, por cierto, no patentó− que se utiliza como símbolo de la sonrisa y como emoticono, en todo el mundo. En 1999 su creador proclamó el Día Mundial de la Sonrisa, a celebrar cada primer viernes del mes de octubre.
El maestro budista Thich Nhat Hanh, proclama en sus enseñanzas: “A veces tu alegría es la fuente de tu sonrisa, pero a veces tu sonrisa puede ser la fuente de tu alegría”. Curiosamente es cierto, ya que imitando una sonrisa ante el espejo –y puede experimentarse personalmente− de forma automática, se activa una sonrisa real y genera un bienestar. Es lo que investigadores explican, con lo que denominan teoría de la retroalimentación facial. En realidad, la sonrisa y el bienestar son retroactivas y se realimentan.
La sonrisa libera dopamina, serotonina y endorfinas, reduce el cortisol y mejora el sistema inmunológico. Parece ser que los adultos, en general, sonreímos unas 25 veces al día. Y según estudios estadísticos, las personas felices y sonrientes viven un 14 % más que las infelices. Equivale de 7,5 a 10 años más, de esperanza de vida. No pudo decir lo mismo, lamentablemente − a causa de la maldad humana− el joven italiano Stefano Leo, que paseaba alegre y sonriente por las orillas del Po. Su acuchillamiento, apareció en las páginas de sucesos. El asesino, que no lo conocía, declaró: ”Lo maté porque lo veía feliz y no soporté su felicidad”.
La sonrisa no es una subcategoría de la risa −aunque guarde relación con ella, porque ambas transmiten alegría o placer− son cosas diferentes. La sonrisa tiene caracteres de serenidad, es una expresión de dentro hacia fuera. La risa es normalmente estruendosa y se genera de fuera a dentro. El ya fallecido filósofo y sociólogo alemán Helmuth Plessner, explicó: ”La sonrisa es germen y freno de la risa”.
La risa, fisiológicamente origina unas contracciones del diafragma, cambios en la respiración y circulatorios, mueve 50 músculos faciales, impulsa sonidos particulares repetitivos en la faringe y cavidad bucal e incluso secreciones lagrimales. Se suelen poner en marcha casi 300 músculos en todo el organismo, extendiéndose al abdomen, cabeza, cuello, espalda, hombros, brazos, manos, piernas y otros.
Cuando nos preguntamos cual es el origen de la risa y porque nos reímos, hay multitud de teorías a lo largo de la historia y la mayoría negativas. Tal vez porque se han contemplado unos tipos de risa que tienen connotación de burla, desprecio o alegría por desgracia ajena, incluso porque se identifican propias del populacho y no de personas respetables. Pero también hay risa sana, de alegría, aunque muchos científicos manifiestan que no se conoce detalladamente como las emociones positivas se transforman en risa. Por eso añaden que no siempre es positiva y sana. Un reciente estudio científico, fija su origen hace unos siete millones de años y la vinculan filogenéticamente con el lenguaje.
La risa no ha tenido buena presa entre los filósofos a lo largo de la historia. En la Grecia clásica, Platón – que parece ser, no se rio nunca− considera en La República que la risa distraía de los asuntos más serios y era un placer malsano. Su discípulo Aristóteles seguía su línea, aunque levemente indulgente, aceptando el término medio. Fue una excepción Demócrito, que en sus obras hacía reír a sus personajes. El comediógrafo griego Menandro, sentenció: Risus abundat in ore stultorum (“La risa es frecuente en boca de los tontos”). Los romanos Cicerón y Quintiliano, analizaron la risa en sus tratados de oratoria.
Remontándonos al Antiguo Testamento− concretamente en los Salmos− hay mención de la risa amenazante, burlona, y vengativa de Yahvé. En los Evangelios, no hay constancia de ninguna referencia a la risa de Jesús. La influencia del cristianismo en la Edad Media, no fomentó el placer de la risa−aunque bastantes la disfrutaban entre bufones y carnavales− con ejemplos represores como Basilio de Cesárea que la prohibía tajantemente, la Regla de San Benito, con vehemencia contra ella e incluso Tomás de Aquino, que la consideraba un signo de alegría necia. Tuvo que llegar el Renacimiento para que se despertase el interés por la risa en filósofos, médicos y escritores, que le dedicaron espacio −el médico francés Lourent Joubert escribió la primera obra en la historia, exclusiva para ella: Tratado de la risa− y por ello el siglo XVI fue, sin duda, un siglo de risas. En los siglos siguientes, tal vez por la Reforma y la Contrarreforma, se fue perdiendo el interés y solo a partir del siglo XIX y XX se convirtió en un motivo de investigación. Los filósofos del XIX no eran en general aplaudidores de la risa y a partir del XX y el presente XXI parece ser que han tomado el mando la psicología, la etología y la fisiología.
Yahvé, sin duda, fue pedagógico y ejemplarizante con la risa. Cuando anunció− según el Génesis− a los vetustos, prácticamente centenarios, Abraham y Sara, que les daría un hijo, ambos se rieron, incrédulos, por algo que les parecía biológicamente imposible. Sin embargo, Dios cumplió su promesa y les concedió el nacimiento de un hijo varón. Eso sí, quizá para que no lo olvidaran−como lección y con fino sentido del humor− les ordenó que lo llamaran Isaac, que curiosamente en hebreo significa risa o el que ríe.
El médico siquiatra de la Universidad de Stanford (EEUU) Williams Fry, dio origen en 1964 a una nueva ciencia, que bautizó como Gelotología. Su finalidad es el estudio de la risa, sobre el cuerpo y la mente en los seres humanos, desde el punto de vista biológico, neurológico, fisiológico y sicológico para convertir las conclusiones experimentales en herramientas terapéutica. Parece ser que el propio Galeno en el siglo II utilizaba, a veces, una terapia curativa haciendo reír a los enfermos. Desde luego la risa tiene efectos salutíferos, no solo psicológicos− alivio de angustia y descarga emocional−sino también fisiológicos. La risoterapia es una técnica realizada en grupo que, combinando risa espontánea/risa simulada −aunque no cura específicamente enfermedades− proporciona a los que la practican unos beneficios sicológicos que les hacen ser más optimistas y positivos en su vida diaria.
La expresión “te mueres de risa” se usa con frecuencia cuando nos referimos a algo que divierte mucho, pero si embargo es cierto que la risa puede ser causa directa o indirecta de fallecimientos. Durante las comidas un ataque de risa puede ser catastrófico, ya que de producirse una descoordinación entre la tráquea y el esófago, el bolo alimenticio puede causar la asfixia. En pacientes con afecciones cardíacas es posible que una intensa risa cause efectos mortales, así como producir hemorragias o roturas de aneurismas. La historia está desde muy antiguo ilustrada con casos clínicos. Por citar algunos, el poeta del siglo XVI Pietro Aretino, nacido en la Toscana, falleció a causa de un ataque incontrolado de risa, según unas versiones por apoplejía y según otras por desnucamiento, al caerse del sillón donde se aposentaba. El pintor griego Zeuxis, siglo IV a. C. −sin duda, poco caritativo hacia la vejez− murió de risa cuando una mujer de avanzada edad, seguramente no muy vistosa ya estéticamente, le encargó una pintura de Venus Afrodita, con la condición de ser ella la modelo. Sin duda, una de las muertes más absurdas, fue la del filósofo estoico Crisipo de Solos, en el siglo III a. C., a los 73 años. En un camino, cuando vio un burro comiendo higos, se le ocurrió decirle a la anciana que iba con él, haciéndose el ocurrente: ”Dale vino para acompañar”. Al parecer, le hizo tanta gracia su propio chiste, que le provocó un ataque de risa y falleció.
"La sonrisa y la risa son contagiosas. La razón reside en las neuronas especulares de nuestro cerebro que, de manera inconsciente, llevan a imitar acciones de otras personas de nuestro alrededor"
Hace 22 millones de años apareció un mamífero carroñero, de la familia de los hiénidos. Actualmente es la menos numerosa en los mamíferos y solo quedan cuatro especies. De ellas, la hiena manchada es la de mayor tamaño, habita en el Africa Subsahariana y es particularmente conocida por emitir una serie de ruidosas vocalizaciones denominadas como “la risa de la hiena”. Realmente no se trata de una risa como tal− aunque es muy parecida a la humana− ya que no expresa placer o alegría. Más bien, según recientes estudios de investigación, supone una frustración y manifestación, emitida por elementos subordinados, protestando frente a miembros dominantes de su clan, que les marginan de la comida. En los seres humanos, reír como una hiena es hacerlo histérica y ruidosamente.
En 1772, el británico Joseph Priestley, experimentando con el nitrato amónico, descubrió el óxido nitroso, un gas incoloro de olor dulzón. Sin embargo, fue el también químico inglés Humphrey Davy, que experimentando en su propio cuerpo, encontró en el gas sus efectos anestésicos y analgésicos, para utilización en la cirugía. Parece ser que dio al óxido nitroso o monóxido de nitrógeno (N2O) el nombre de gas de la risa, por sus efectos hilarantes. Era utilizado como elemento recreativo en las fiestas y exhibiciones. El dentista norteamericano Horace Wells, en el año 1844, valoró el efecto anestésico del gas y lo empleó para una operación dental, empezándose a utilizar en las consultas de los dentistas. En la actualidad se ha convertido en moda de la juventud, ya que produce una euforia y sensación agradable, inhalándolo desde un globo relleno del mismo. El gas de la risa reduce la presión arterial, el ritmo cardiaco y unido a una sensación de embriaguez, produce una risa incontrolada. El problema de aficionarse a esta risa prefabricada, es caer en la adicción y llegar a sufrir serios efectos en los pulmones y el sistema nervioso, incluso la muerte.
La sonrisa y la risa son contagiosas, de tal manera que se produce un fenómeno de imitación y desemboca, en muchas ocasiones−recuerdo un pleno del Parlamento de Andalucía− en una festolina coral incontrolable. La razón reside en las neuronas especulares de nuestro cerebro que, de manera inconsciente, llevan a imitar acciones de otras personas de nuestro alrededor.
Los adultos se ríen mucho menos que los niños. Según estudios, diez minutos al día de risa, queman las mismas calorías que media hora de ejercicio físico. A reírnos pues, para combatir el sedentarismo de la pandemia. Y por supuesto, superando el bozal, recuperemos la sonrisa, trasladándola desde poder inagotable de los ojos.
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