Sus arrugas son el escaparate del paso del tiempo y de las dificultades que las aguardaron tras la muerte de sus maridos. Sus achaques son el espejo de la dureza de aquel día en el que supieron que ellos ya nunca más cruzarían la puerta de sus hogares. Son las viudas de Regulares de Ceuta. Mujeres luchadoras que dejan patente su huella en el Poblado. Madres de todos los vecinos que siempre tienen sus casas abiertas de par en par.
Ellas son supervivientes. Enfrentaron el luto al mismo tiempo que abrazaron a sus hijos. Se hicieron señoras de su casa por completo, de los pies a la cabeza. Son para este vecindario una fuente de generosidad y sabiduría que no se agota. Sus experiencias les sirven de faro en el camino. Forman parte de los recuerdos de la infancia de los que ya la dejaron atrás hace años.
Fatima Mohamed, hija de una viuda: "Todo lo que tenemos es gracias a mis padres. Mi madre nos sacó adelante"
Melketum Mohamed observa, callada, la escena en la habitación. Apacible y paciente, disfruta del encuentro. Su voz es suave y, su rostro afable, sobresale entre un mar de telas blancas. Es una de las viudas. Vive en el poblado desde hace sesenta años y solo tiene “buenos recuerdos” de su difunto marido. Dos de sus hijas, Fátima y Latifa, la acompañan. “Nos ha criado muy bien. Es la mejor, para mí. Nos ha enseñado muchos valores y a respetar a las personas mayores”, expresa la primera.
Hay también un hueco en su corazón para su padre. “Falleció cuando yo estaba casada, pero a mi hermano pequeño le pilló de otro modo”, cuenta. “Es como si hubiera sido ayer. Fue muy bueno. No lo cambiaría por nadie. Ni a él ni a mi madre”, destaca Latifa. "Si tuviéramos que elegir, seguiríamos con los dos”, asegura Fátima. “Todo lo que tenemos es gracias a ellos dos. Ella nos sacó adelante”, enfatiza.
Queda un pequeño grupo de estas mujeres para las que solo tienen buenas palabras. Cerca de Melketum, sentadas en el mismo sofá, están Fatma, Fatema y Fottoch. Todas compartieron el mismo dolor al ver que su esposo ya no volvería. Hoy se hacen compañía y devuelven al ahora lo que el tiempo aún no logra barrer.
Detrás de ese silencio y esas miradas cómplices hay un tesoro. Ellas han guiado en muchos momentos a los residentes del barrio. “Su carácter es la humanidad. Tratan a cualquiera como a un hijo”, relata Ali Hamido. Él y otros vecinos están reunidos en una merienda en honor a estas mujeres y a modo de despedida ya que, él, pronto dejará su cargo como presidente en la asociación vecinal. Ellas y otros huéspedes lo obsequian con una placa en agradecimiento a su labor con la comunidad entera.
Habla de Melketum mientras permanece a su lado. Sus miradas se intercambian. Son de ternura. “Lo que más ha hecho es aconsejar a los jóvenes. Siempre han sido buenas sus recomendaciones. Es de agradecer. Siempre la voy tener en mente”, asevera.
El paso de las manecillas del reloj no perdona a nadie. Hace unos años más viudas integraban el grupo. A día de hoy, muchas no están. “Todas han sido un ejemplo aquí. Cada día que se nos va una, se nota mucho. El poblado se está quedando en soledad. Han dado muchos valores a las personas”, detalla. “Siempre que me han necesitado he estado y espero que sigan disfrutando de la vida”, manifiesta. El cariño hacia estas vecinas es más que palpable en el ambiente con tan solo echar un vistazo a la sala.
Las que pueden salir y caminar, lo hacen. Pasan desapercibidas por las calles y por las administraciones. Esconden una historia de lucha a garras y dientes. Madres coraje a las que las autoridades se empeñan en convertir en sombras. Quizá sea porque sacar a los fantasmas del cajón dé miedo. A excepción de contados eventos oficiales, no son invitadas a actos castrenses.
Recibían, al menos, un pequeño pago de la Hermandad de Regulares que, desde hace años, ya no tiene subvención para ello. Este detalle era para las viudas un lazo con sus maridos; una especie de placebo al que se agarraron tras décadas sin respuestas. Quedan solo parar charlar; para encontrarse y mirar juntas el lado soleado de sus vidas. Han aparcado su espíritu de lucha. A fin de cuentas, ya no esperan nada.
Una silueta con una túnica y una sonrisa se dibuja en su mente. Es una de ellas, que, como tantas otras, está en su pasado. Sora sabe a ciencia cierta que sus primeros años fueron “una maravilla” y las tiene presentes. “Nos repartíamos comida en Ramadán. Nos visitábamos. Estábamos como una piña”, relata. “Es algo inolvidable”, añade.
Siempre se ha sentido arropada con ellas. “Son amables y muy buenas personas. Su cariño es algo que llevamos dentro”, comenta. “Son muy luchadoras, han estado ahí para sus hijos y han tirado con poco dinero”. Rodeada de familiares y allegados, está en un amplio sofá. El salón, compartimentado en dos, se llena de bullicio y felicidad en una merienda en honor a las viudas. Al igual que otros asistentes, para ella han sido como una segunda madre.
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