Aunque de manera diferente al trabajo que desarrollan los médicos, los enfermeros, los fabricantes de material sanitario, los policías, los soldados o los repartidores de alimentos, en estos momentos el trabajo de los periodistas alcanza un valor singular. No tengo la menor duda de que, situados como están en la primera línea de esta lucha común, son conscientes de que cumplen un deber ético inexcusable y un imprescindible servicio social. En estas circunstancias en las que tropiezan con mayores dificultades laborales, estos profesionales -a veces en una condiciones precarias- nos están proporcionando una información necesaria para que los demás ciudadanos conozcamos la complejidad de los problemas que esta pandemia está generando, y para que podamos orientarnos en las medidas que hemos de adoptar para paliar, en lo posible, sus peores consecuencias como serían el descontrol emocional o el temor al contacto social –el riesgo es el contacto físico no el social-. En esta dramática situación uno de los peligros más graves sería la desinformación causada por silencios interesados o por mezquinas falsedades. Tengamos en cuenta que la actual facilidad de conexión electrónica puede propiciar múltiples ocasiones para difundir esos bulos más peligrosos, dañinos y mortales que la misma pandemia del Coronavirus.
En estos momentos valoro la importancia de la misión de los periodistas, esos profesionales que son los agentes de un servicio público de primera necesidad. De manera parecida a los demás trabajadores que combaten para vencer al Coronavirus, los periodistas, a veces a costa de su salud, luchan para garantizar nuestro derecho ciudadano a conocer la verdad, y estimulan nuestra conciencia ciudadana para mantener la cohesión social, la defensa de la democracia y la solidaridad con los más desfavorecidos.
Permítanme que aplauda de una manera especial a aquellos periodistas que, a pesar del contagioso nerviosismo que a todos nos domina, mantienen la frialdad, el rigor y la objetividad para contar, analizar y criticar los aciertos y los errores de los responsables políticos y de los profesionales de la salud, de los servicios sanitarios, de la justicia y del orden público. Comprendo que, siempre que lo hagan de manera controlada, se refieran a los ecos emotivos que estos “graves e incontrolables acontecimientos” despiertan en todos nosotros, pero a condición de que eviten echar más leña a un fuego que de por sí es devastador. Gracias, queridos amigos periodistas, por vuestra información detallada, gracias por vuestros análisis agudos, gracias por vuestras recomendaciones oportunas y gracias por esa contención emocional mantenida dentro de los límites de la elegancia.
Interesante análisis y reflexión la que nos propones –querido José Antonio-, hace unos días me prometí alejarme de telediarios y noticias relacionadas con el llamado coronavirus. Lo hice, esencialmente, por salud mental. Pese a todo, me han llegado dos de forma muy directa. Me las han enviado supuestos amigos. La primera, fue a través del whasap. Hablaba un afamado locutor de radio. No pude terminar de escuchar sus dos minutos de alocución. Sentí que estaba ante un telepredicador anunciando el fin del mundo. Literalmente, daba miedo. La segunda, me la remitieron a través de Messenger. Era una entrevista con un científico. Duraba más de treinta minutos. Se me hizo corta. Habló del virus y sus causas, de la actuación del gobierno, de la labor de médicos, sanitaros e investigadores. Tocó todos los temas, y lo hizo desde el conocimiento, es epidemiólogo, la razón y el corazón. Esto sí, pensé, esto es periodismo, y ofrece una información veraz y real. Y lo hace con un fondo humanitario, porque también el periodismo debe ser así en estos días. El primero, simplemente, es un populista fatalista. Me quedan varias preguntas: ¿Cuánto le pagan por destruir el tejido social de su país? ¿Qué cosecha con esta siembra de desesperanza? ¿Aporta algo positivo? ¿A quién beneficia?
Ramón Luque Sánchez