Cuando llegó la mañana pude respirar. Aquella noche vino con muchos acontecimientos, tan raros, macabros, descerebrados, trágicos, misteriosos, que solo podía decir: “Gracias Señor por dar las claras del día y estar todavía vivo”.
Serían las doce de la noche cuando pude meterme en la cama. Venía de unas largas tareas en mi curro, que desde las nueve de la mañana era intensa mis acciones. Aunque los martes, jueves y sábados, son peores.
Pero este pasado viernes fue una exposición a unas nubes negras donde jamás hubiera imaginado tantas peripecias para poder salir ileso de esa larga noche de saltos a la intranquilidad y tener mi pulso al máximo hasta que llegó la paz.
Iba paseando por el bosque cuando escuché: “Juan está ahí".
Me di media vuelta, miré por todos lados, arriba, laterales, abajo, en fin mi cabeza giró, mi vista se abrió y más parecía a un atento búho que a un ser humano. Mis oídos querían captar todos los sonidos y mis pisadas eran como palos hacia mi cuerpo.
El pánico se detuvo en mi ser, y ya no era un hombre, era una gallina que cacareaba y picaba en el suelo en busca del refugio quizás de otra ave como el avestruz, buscando el escondrijo entre la tierra que estaba pisando.
Pero mis instintos me reflejaron la realidad, debía de salir de allí lo antes posible, pero al acelerar pise sobre una piedra y mi tobillo quedó dañado. Cada pisada era un gran dolor, tuve que parar y me senté en la tierra fría de aquel paraje.
"Y decidí seguir la marcha, yendo a la pata coja y descansando apoyándome en un árbol o lo que tuviera en mano"
Dentro de mí necesitaba urgentemente la acción necesaria de alguien que me pudiera socorrer, pero mi moral mermada por todos los infortunios que me estaban ocurriendo me sumergió en un pesimismo, junto a mis malestares musculares.
Y solo ante un peligro, que creía inminente, busque por allí algo con que defenderme, dos piedras grandes que me podían garantizar un poco de fuerza bruta en caso de tener que defenderme.
Y decidí seguir la marcha, yendo a la pata coja y descansando apoyándome en un árbol o lo que tuviera en mano.
La verdad que nunca miré el reloj que portaba, pero podría haber pasado un par de horas, cuando volví a escuchar esa voz: “Hace falta que te preste mi apoyo”.
Fue el detonante de una nueva crisis de nervios, que me hizo materialmente correr despavorido hacia adelante y sin mirar en ningún momento para atrás.
Caí al suelo, me levanté rápidamente miré hacia atrás y, la verdad, no veía absolutamente nada; la noche era muy cerrada y solo era oscuridad por todos lados.
Me puse presto en marcha y así hasta que caí extenuado al suelo.
Cuando desperté me levanté rápidamente y vi otro lugar, gracias a Dios, estaba en mi habitación y al andar observé que no tenía ningún dolor.
Me fui al cuarto de baño y me lavé la cara y mirándome al espejo me dije: “De buenas te has librado”.
Con una buena sonrisa me despedí de mi cómplice amigo con un “hasta luego”.