El viernes pasado yo estaba terminando de desayunar. Mientras pensaba sobre qué tema podría escribir esta colaboración de entre los muchos que nos va suscitando la actualidad. Cataluña, la unidad de España, algo de Ceuta, el retirado General de Aviación…
Mi mujer había salido temprano para llevar a mi médico de cabecera lo que ahora se llama un “analítica” (lo que siempre se ha llamado un análisis) de mi sangre, y de pronto irrumpió en nuestro cuarto de estar para decirme: “Prepárate, que viene una ambulancia para llevarte a Urgencias, porque tienes muy alto el nivel de potasio y el médico (sustituto) tras consultar con otros dos, dice que estás en serio peligro de sufrir un infarto en cualquier momento”.
Cuando de manera inesperada te dan una noticia así, tan alarmante, dejas cualquier pensamiento que pudieras tener y empiezas a cavilar sobre la vida y la muerte. Con ochenta y un años más que cumplidos sigo sintiendo las mismas ganas de seguir viviendo que cuando era joven. Y, al ver que puede peligrar tu vida, vuelves atrás y comienzas a recordar tu infancia, tu juventud, tu noviazgo y boda con la que es tu compañera inseparable, a la que Dios guarde muchos años; recuerdas tu trabajo, tus éxitos y tus –afortunadamente- pocos fracasos; te vienen a la mente cuántos amigos y compañeros ya no están en este mundo; rememoras a tus parientes fallecidos… Y, absurdamente, como si uno pudiese dominar a la muerte con su propia voluntad, decides que no va a pasar nada y que todo irá bien.
En esas estaba cuando llegó la ambulancia, con un conductor y una compañera de lo más atentos. Tras un recorrido algo movido, llegamos a la entrada de Urgencias del Hospital y allí me pusieron en una silla de ruedas, porque mi hernia discal, diagnosticada como “severa” (más severa que mi severísimo Catedrático de Derecho Romano) que pese a las aliviantea -¿se podrá decir así?- sesiones de acupuntura que estoy recibiendo, no me permite todavía andar más de quince pasos seguidos. Y eso que ya tengo un bastón, la tercera pierna de los viejos.
Tras una corta espera –mi mujer se encargó del papeleo- me llaman y paso a una consulta, donde, bajo la supervisión del doctor, me toman la tensión –soy hipertenso, pero estaba altísima- (supongo que el trance la habría hecho subir de ese modo); me ponen una pastillita bajo la lengua; me hacen un electrocardiograma, llenándome de cables; me colocan un catéter en una vena del brazo; me extraen tres veces sangre; me inyectan después suero y no sé si algo más, y me vuelven al pasillo a esperar los resultados de la “analítica”. Trascurrida aproximadamente una hora, sale el médico y me dice que todo va bastante bien, hasta el punto de que el potasio ha bajado a niveles muy normales, aunque encuentra algo de tipo renal, por lo que habré de acudir al nefrólogo.
En definitiva: un gran susto que ha venido a quedar en poco. Entonces, dándole gracias a Dios, más sonrientes y pensando yo en que, por fin, ya tenía materia para escribir esta colaboración, pedimos un taxi y regresamos a nuestra casa, para tratar de vivir, juntos, un puñado de años más.
Porque como decía aquel Obispo en trance de muerte, al que intentaban consolar diciéndole que pronto estaría en el cielo: “Sí, sí, pero como en la casa de uno…”.
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