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Una ikurriña en la Legión

Hubo un tiempo, allá por los 90, en el que ex ministros, ex embajadores y ex diplomáticos españoles recorrían medio planeta desgranando desde atriles las bondades de nuestra Transición. El puñado de países que despertaban entonces a la democracia, en especial los que acababan de fugarse de la recién disuelta órbita soviética, sondeaban cómo calcar sobre su territorio el proceso no traumático que nos condujo del ordeno y mando a las libertades, del Fuero de los Españoles a la Constitución, del poder omnímodo de El Pardo a la soberanía nacional. Se suponía que en aquel viaje habíamos suturado heridas, postergado la letanía de las dos Españas, de los dos bandos, de la confrontación eterna en aras de la reconciliación. Pero el camino, en según qué casos, continúa empedrado.
El PNV preguntó el miércoles al ministro de Defensa por qué luce una ikurriña, la bandera que envuelve el sentir nacionalista vasco, en el Museo de la Legión de Ceuta. La formación que preside Iñigo Urkullu la reclama desde hace 31 años porque considera “humillante” que permanezca en dependencias militares más de 70 años después de ser “capturada” por las tropas franquistas en plena refriega de la Guerra Civil. El tono de la interpelación, salpicada de “alzamientos” y “enemigos”, resucitaba el tono casi fatalista con el que el nacionalismo barniza sus discursos cuando camina sobre ciertas ascuas. Similar a cuando su entonces jefe de filas Xabier Arzalluz recurrió al “Madrid se queda con los cuadros y nosotros con las bombas” para apuntalar su petición, nunca atendida, de que el Guernica abandonara el Reina Sofía, en Madrid, camino del País Vasco.
El problema, al parecer, es que la Legión custodia una ikurriña en su museo. ¿Y? Soy torpe, porque no termino de captar muy bien el problema. Si la tesis que defiende el PNV es que los objetos deben regresar a su lugar de origen, aplicarla supondría, por ejemplo, vaciar un puñado de salas del Louvre o del Museo Británico. Si la queja se sustenta en que lo expuesto es una bandera requisada en un campo de batalla, entonces sus dirigentes no han pisado nunca un museo militar (en Los Inválidos de París, por ejemplo, cuelgan los estandartes conquistados por Napoleón en su avance triunfal por media Europa, y en los memoriales desperdigados por Normandía se exhiben las esvásticas que los nazis abandonaban en 1944 en su desbandada, sin que nadie se moleste en reclamarlos).
El problema es otro. Lo que subyace es ese vicio tan común de olvidar que la Historia, justo el legado que custodian los museos, puede ensalzarse o silenciarse, manipularse, reconstruirse, pero nunca borrarse, simplemente porque ocurrió. Este país, por desgracia, se desangró en una Guerra Civil, quizás la forma más atroz de enfrentamiento jamás maquinada, y en uno de sus episodios la ikurriña fue requisada, pero hasta que se demuestre lo contrario no ha sido ultrajada, vejada ni la utiliza ningún legionario como mantel de cocina, casos en los que la protesta estaría justificada. Es parte del pasado, de un episodio histórico, y como tal ocupa su lugar en la vitrina de un museo. Siempre queda la opción de buscar las cosquillas, como cuando en Sevilla hubo quien puso el grito en el cielo por erigir una estatua a Simón Bolívar. Sus detractores alegaban que no la merecía por contribuir a la pérdida del Imperio español. O la obsesión por retirar estatuas de Franco, un dictador deplorable pero protagonista absoluto, absurdo negarlo, de cuatro décadas. Lo que molesta, al menos a mí, son los alcaldes ultraconservadores que se niegan a abrir fosas comunes que ocultan cadáveres de la contienda, o los negacionistas, no figuras ecuestres que, salvo magia, jamás volverán a galopar. Ya puestos, alguien podría proponer la demolición de las pirámides egipcias, que al fin y al cabo son un triste homenaje al esclavismo.
En el caso de la famosa ikurriña el nacionalismo vasco reincide además en una de sus tantas contradicciones: reclamar para casa ajena lo que se no aplica en la propia. Exige honores máximos a su bandera, pero ningunea la española en los balcones de los ayuntamientos que gobierna. Reclama que sus diputados puedan hablar euskera en Madrid, en el Congreso, pero margina el uso del castellano en su territorio. Un consejo: si se trata de remover el pasado, el PNV podrían molestarse más en renegar de algunas perlas de su fundador, Sabino Arana, en especial aquello de que el “vizcaíno es inteligente y hábil; el español es corto de inteligencia y carece de maña” que dejó escrito en 1895. Éstas siguen siendo las dos Españas y la Transición podemos venderla como modélica, pero dejó flecos que arrastran de vez en cuando.

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