El coste del desplazamiento de las personas residentes en Ceuta, tanto aéreo como marítimo, ha experimentado una sensible reducción (del cincuenta por ciento). Así ha quedado establecido en la correspondiente norma emanada de los presupuestos del estado para este ejercicio. La novedad ha sido recibida por la ciudadanía con la lógica alegría de quien obtiene un ahorro en cualquiera de sus gastos domésticos. Otra cosa bien diferente es el análisis de esta medida desde el punto de vista político. Porque no se ha conseguido rebajar el precio abusivo de las navieras (y del helicóptero), sino que el estado ha decidido aumentar su aportación para esta finalidad. Dicho de otros modo, se ha dado una nueva “vuelta de tuerca” a la solidaridad nacional. Nuestra “alegría” la sufragará el esfuerzo fiscal de nuestros compatriotas (en muchos casos, soportado con mucho sufrimiento). La “factura” de Ceuta no para de aumentar. Y esto no es bueno, ni pasa desapercibido. Aunque siempre resulta más cómodo para la conciencia mantenerse flotando en una reconfortante ignorancia. La verdad es amarga.
Desde hace décadas, los ceutíes luchamos por “abaratar el precio del barco”. Es una reivindicación compartida universalmente. Porque todos sabemos, y ha quedado suficientemente demostrado, que las tarifas aplicadas superan ampliamente la supuesta racionalidad económica inherente al “libre mercado”. El calificativo de “piratas del estrecho” con el que se conoce a las compañías navieras no es infundado. Sobre las causas de esta injusticia también se ha hablado y escrito extensamente. La existencia de una demanda cautiva, y la distorsión en la fijación del precio que provoca la subvención pública, son los factores determinantes para que estas empresas se mantengan impunemente en su posición de monopolio extorsionador encubierto. Recordemos que una familia compuesta por un matrimonio y dos hijos que pase a Algeciras con su vehículo tiene que abonar trescientos euros (ida y vuelta).
Esto sigue siendo así. Incluso después de la nueva disposición. Las empresas, atrincheradas en su execrable voracidad, no renuncian a un solo céntimo. Es lo que se llama vulgarmente “un atraco”. Ante una situación tan evidente, que ocasiona tamaña injusticia, y que genera un daño de magnitud incalculable para esta Ciudad en todos los sentidos, lo razonable es que los poderes públicos hubieran intervenido con decisión para cambiar un modelo probadamente fracasado, devolviendo a esta línea el carácter de “servicio público esencial” y actuando en consecuencia. Sin embargo esto no se ha querido hacer. Más bien al contrario, quienes han gobernado nuestro país han actuado como cooperadores necesarios del abuso de las navieras. Nadie ha querido explicar nunca tan fatídica connivencia.
Ante esta nueva derrota, la solución es callar a los ceutíes con más dinero público. La felicidad egoísta y miope nos disuadirá de seguir peleando por una causa justa. Los “no residentes” seguirán masacrados (pero estos no protestan, sencillamente, no vienen; y esto no le importa ya a casi nadie). Y las navieras (auténticas beneficiarias del rutilante setenta y cinco por ciento) no sólo mantendrán sus precios disparataos y sus desmesurados beneficios, sino que los verán aumentados ante un previsible aumento de la demanda.
La estrategia del “pacto de estado” respecto a nuestra Ciudad es “sobornar” a los ceutíes para que un hipotético bienestar individual de la mayoría desactive la movilización social en defensa de los intereses colectivos. Se basa en la premisa de que el dinero siempre prevalece sobre los sentimientos; y el individualismo sobre la solidaridad. No se aborda ninguno de los gravísimos problemas que amenazan nuestro futuro, pero cada vez llega más dinero público como una especie de “maná” envenado para comprar nuestra docilidad. Lo que ocurre es que esto también tiene un precio. Nuestra condición de pueblo está embargada.
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