El poder económico (el auténtico) está utilizando al PP como ariete en su virulento ataque contra los sindicatos, en lo que ellos consideran la batalla final. El desánimo, la inseguridad y el miedo generalizados han abonado el terreno. Sienten próximo su anhelado e idílico escenario. Una tiranía empresarial absoluta ejercida impunemente sobre una masa inerme de trabajadores humillados, y fatalmente resignados a aceptar las condiciones impuestas, por duras que sean, con tal de percibir un salario por mísero que sea. No es extraño el enfervorizado apoyo del PP. No en vano, y más allá de camuflajes oportunistas, disimuladas moderaciones, o groseros barnizados de conciencia social; la esencia de la derecha es la exaltación del individualismo (insolidaridad), la prevalencia de los fuertes sobre los débiles, y un modelo social sustentado en una competencia feroz entre las personas. Hasta aquí todo encaja en el orden natural de las cosas. No es reprochable la cacería organizada contra las centrales sindicales por sus enconados enemigos en una oportunidad que se les antoja irrepetible.
Sin embargo, lo que sí resulta llamativo y sorprendente es la legión de trabajadores, gente sencilla y humilde, devenida en una turba de iracundos descerebrados bramando improperios y consignas, maliciosamente pergeñadas, cuya única finalidad es perjudicarse ellos mismos demoliendo la única protección de la que disponen. Infunden tristeza, cuando no irritación por lo que tiene de traición a millones de trabajadores que durante mucho tiempo han sabido luchar, resistir y construir con gran esfuerzo un marco de relaciones laborales fundamentado en la dignidad y la función social del trabajo. Se diría que son víctimas de un proceso de enajenación mental similar al que incita a esos suicidios colectivos, promovidos por sectas manipuladas por timadores bajo promesa de irrisorios paraísos impensables.
Este discurso antisindical, por momentos evolucionado hasta la pasión, se hilvana a través de un mantra construido sobre dos pilares: liberados y subvenciones. Es difícil creer que en este despiadado combate aún quede algún ingenuo. Por si acaso, intentaremos reflexionar (no despotricar) sobre estas dos cuestiones.
Uno. Los liberados sindicales. La derecha presenta a los liberados sindicales como una especie de regalo sobrevenido a los sindicatos que estos utilizan para que sus dirigentes puedan ejercer de vagos profesionales. Esta versión de los hechos supone una absoluta falta de respeto a los derechos constitucionales que tanto dicen defender. Hasta ahora existe una coincidencia plena en aceptar que la complejidad de las relaciones laborales en el seno de una empresa, y las repercusiones que ello tiene para la vida de las personas (horarios, turnos, vacaciones, categorías, retribuciones, régimen disciplinario, etc), exige la existencia de representantes que dialoguen, negocien y pacten con el empresario en nombre de toda la plantilla. También parece lógico que este trabajo de representación, si se quiera hacer con seriedad y rigor, no se haga con cargo al tiempo libre de los delegados elegidos por sus compañeros, entre otras cosas porque sería injusto (unos disfrutando del ocio y otros invirtiendo su tiempo libre ocio en luchar por los demás). Por ese motivo la ley española, apoyada unánimemente por todos los partidos, establece un “crédito horario” para el ejercicio de la función representativa. Por razones organizativas y de operatividad, aceptada incluso por los empresarios, se permite la acumulación del crédito horario de varios delegados en uno sólo, que lo libera de su horario laboral para dedicarlo íntegramente a sus tareas sindicales. ¿Puede haber algo objetable en este proceso? Son los propios trabajadores, en el ejercicio de sus legítimos derechos los deciden la mejor manera de articularlos para hacer más eficaz su gestión. Quienes critican la figura de los liberados, ¿qué pretenden?, quizá que los trabajadores pierdan a sus representantes, o que éstos no dispongan de tiempo para ejercer su función. Ni una cosa ni la otra son defendibles. Otra cosa bien distinta es cómo desarrollan su labor los liberados sindicales; pero en este caso sería de aplicación idéntica valoración a los médicos, fontaneros, profesores, curas, abogados o conductores. En todo colectivo humano hay buenos, malos y regulares.
Dos. Las subvenciones. La derecha presenta las subvenciones del Estado que reciben los sindicatos como una prebenda graciable, lo que permite redondear el argumento con el ya clásico “que vivan de sus cuotas”. Explicaremos este hecho. Existen dos modelos sindicales posibles, claramente diferenciados: el afiliativo y el representativo. Según el primero de ellos, los sindicatos sólo trabajan para sus afiliados, de manera que todo aquello que pactan y consiguen se aplica exclusivamente a sus afiliados y, consecuentemente, se nutren de las cuotas que estos aportan. El segundo modelo se basa en la representatividad de los trabajadores, de modo que los sindicatos, que obtienen su representatividad en procesos electorales abiertos y democráticos, alcanzan pactos y acuerdos que afectan a todos los trabajadores independientemente de que estén o no afiliados. Como sucede en casi todas las facetas de la vida, cada modelo tiene ventajas e inconvenientes. Sobre ello se puede debatir y optar. Lo que no se puede hacer es pretende elegir “lo que interesa de cada uno” en un deshonesto ejercicio de espigueo. Nuestro país eligió un modelo sindical representativo por razones que se hunden en la historia. Este modelo permite a los trabajadores participar del movimiento sindical (votando en secreto a sus representantes), y disfrutar de sus logros, sin necesidad de significarse ante el empresario con el acto de la afiliación. En la empresa privada, en España, entonces y ahora, existe un justificado pavor a que el empresario sepa que un trabajador pertenece a un sindicato; es más, supone un estigma insuperable y un pasaporte seguro para el despido. Por ese motivo se mantiene un modelo sindical representativo. Y es este carácter representativo de los sindicatos, y por tanto su acción universal (o sectorial, según los casos) para los trabajadores, lo que justifica la existencia de unas modestas subvenciones en función del grado de representatividad de cada organización. Quienes propugnan que los sindicatos se financien con sus cuotas están en su perfecto derecho de hacerlo, pero deben tener en cuenta que lo que están defendiendo es un cambio radical de modelo, porque lo que sería inconcebible, por injusto, es pretender que los sindicatos sostenidos exclusivamente por sus afiliados negociaran para “todos” los trabajadores. Propongo un ejercicio sencillo. Que cada trabajador mire su nómina y compruebe la parte de ella que se debe a un acuerdo sindical. Comprobará que es infinitamente superior a lo que importa la cuota sindical. La obligación de pertenecer a un sindicato para beneficiarse de sus acuerdos supondría una elevación exponencial del número de afiliados y, por supuesto, de sus recursos económicos, aunque, evidentemente acarrearía inquietantes consecuencias en un país todavía inmaduro en la cultura democrática. Cada cual puede tener su propia opinión, con la única condición de que sea coherente con ella.