El proceso de reunificación de los partidos localistas es el fenómeno político más interesante del momento actual. Cualquier novedad siempre suscita expectación. Pero en este caso, las singulares circunstancias que concurren, le imprimen un carácter especialmente convulsivo. Por primera vez en nuestra Ciudad, quizá con mucho retraso, se materializa y se visualiza en el ámbito de la política la idea de la integración entre los colectivos musulmán y cristiano (utilizando términos populares por su fácil comprensión aunque no sean muy rigurosos). Y levanta ampollas. La opinión pública ceutí es superlativamente sensible ante todo lo relacionado con la articulación de la convivencia entre las dos culturas.
Los cambios sociales profundos o radicales siempre están precedidos de fuertes reticencias y múltiples obstáculos. Porque es muy complicado transformar, sin traumas, estructuras y mentalidades muy arraigadas en la conciencia ciudadana. En Ceuta, los sectores más extremistas y fanatizados, absolutamente reacios a incorporarse a la modernidad (unos por mantener privilegios obsoletos y otros incapaces de desprenderse del resentimiento y la desconfianza), actúan como dinamiteros que siembran de minas un camino ya de por sí difícil y tortuoso. Por eso es encomiable la valentía de los dos partidos implicados en el proyecto, que han asumido la necesidad histórica de alumbrar el futuro por la única senda posible, a pesar de los riesgos que comporta.
Es razonable que se hayan disparado toda suerte de opiniones, valoraciones y comentarios. Lo lamentable es el exceso de frivolidad y fruslería que domina el debate abierto. Ceuta es una ciudad muy poco acostumbrada a reflexionar. Se habla mucho y se piensa muy poco. El imperante fundamentalismo de la aritmética (todo lo reducimos inevitablemente a un números, ya sean votos o dinero); la negación del mañana provocada por un sentimiento de provisionalidad grabado en el ADN; y la furibunda animadversión a las personas como único argumento guía de las corrientes de opinión, reducen cualquier intento de debate, por importante que éste sea, a un caótico cruce de chascarrillos y descalificaciones carente de la más mínima talla intelectual. Aparte de ridículos cálculos electorales, y gratuitas especulaciones sobre la motivación última de los protagonistas de la coalición, a penas se oye nada interesante. Se han empeñado en erradicar e espíritu crítico de nuestra sociedad. Lo peor es que lo están consiguiendo.
Pero entre todas las reacciones que se han producido destaca por desproporcionada y agresiva, la del Gobierno de la Ciudad. Se ha revuelto como una víbora. Venenosa. Sin una explicación muy clara, y presumiendo paradójicamente del seguro y abrumador triunfo electoral del imbatible Vivas, han organizado una cacería en toda regla contra el nuevo proyecto. Las líneas editoriales de su portentosa maquinaria mediática, se han alineado como una perfecta batería de cañones desde la que anuncian un incesante fuego destructor. Han comenzado a proliferar abyectos mercenarios, disfrazados de asesores altruistas, que recomiendan a sus más acérrimos enemigos cómo evitar una debacle electoral. Repentinamente, la pasarela informativa se ha inundado de cadáveres políticos y nuevos talentos frenéticamente azuzados para generar confusión en todo lo que no sea el PP. Sobre las plantillas controladas por el ayuntamiento, se posan (¡será casualidad!) familiares y allegados de travestidos ideológicos que, a cambio, difunden insidias y mentiras siempre en sintonía con los intereses del Gobierno. Y como habitual colofón, ya han aparecido los típicos agentes de calle que, en nombre del PP, canjean votos por empleo público. Todo muy edificante.
No es criticable que el PP, como cualquier formación política, defienda sus intereses del modo que crea más conveniente y con todos los medios a su alcance. No habría nada que objetar si los militantes del PP, mediante sus aportaciones económicas voluntarias, montaran medios de comunicación propios, financiaran partidos políticos o contrataran para su plantilla agitadores y agentes electorales variopintos. Lo que lo convierte en un partido repugnante es que lo haga utilizando el dinero de los ciudadanos. Los ceutíes y los españoles pagan sus impuestos (en ocasiones con mucho esfuerzo) para que las instituciones resuelvan problemas. Para crear empleo, activar políticas sociales, promover inversiones, etc; pero en ningún caso para financiar las turbulentas maniobras partidistas ejecutadas desde el poder. Son un clan de tramposos.
Quienes se dedican a impartir doctrina moral desde sus púlpitos de prepotencia, enfundados en su imagen de personas modélicas, en realidad no son más que vulgares trileros incapaces de competir limpiamente, que tienen que vaciar fraudulentamente la caja pública para lograr sus innobles propósitos.