El otro día, por la mañana, hacía bastante frío y nosotros, los habitantes del Sur de España no estamos acostumbrados a esos fríos y tampoco contamos - salvo excepciones, claro - con la ropa adecuada para soportarlos. Esto es así para personas con medios económicos suficientes, pues si hablamos de quienes están escasos de dinero la cosa se complica y salen a la calle - porque tienen que salir necesariamente - a recibir las bofetadas del frío, además de las del hambre en no pocos casos. Es una estampa muy dolorosa y uno se siente avergonzado de poder soportar ese frío mientras otras personas andan tiritando por las calles o tratando de esquivarlo caminando por las calles en las que el viento no azota o arrinconándose en cualquier portal mientras se frotan las manos y mueven las piernas tratando de mitigar algo el sufrimiento del frío.
Gracias a Dios no son frecuentes esos días de viento y frío, pero los hay - ya lo creo que sí - lo mismo que hay personas que van a conseguir unas pocas monedas situándose en sitios por donde pasa mucha gente, especialmente en las puertas de los grandes establecimientos de venta de alimentos, donde las personas generosas suelen dejarles algo de víveres o de dinero. Mención especial merece el cancel de los templos, ya que en ellos hay algo de refugio contra las rachas de viento helado y personas que entran y salen con el ánimo bien dispuesto a la limosna para el necesitado. Suelen ser siempre las mismas personas las que ocupan esos puestos; parece ser que hay un pacto de dominio por antigüedad o quizás otro método. Mis conocimientos del asunto no pasan más allá de lo que he citado.
Yo conozco a los que cada día están, a las horas de las Misas, en el cancel de la Iglesia próxima a la casa que habito y conozco los relevos que entre ellos tienen organizados para que nadie se quede sin la oportunidad de practicar la caridad, aunque sea de forma modesta. En ese día de frío intenso que he citado al principio, una persona entabló diálogo, a la salida de Misa, con el único que había quedado en el dintel y que no paraba de moverse, sin abandonar el sitio, y de frotarse las manos mientras encogía su cuello para que lo abarcara y protegiera el de una cazadora de verano que era lo que le protegía, además de algo de ropa que estaba debajo de ella y que, naturalmente, se la notaba aunque no se la veía.
Yo me fui a tomar un café a la cafetería cercana y al poco tiempo entraron las dos personas que yo había dejado hablando en el cancel. Ambos pidieron un café con leche, en la barra de la cafetería, justamente a mi lado, se los trajeron bien calentitos porque las tazas humeaban. Casi se me cayeron las lágrimas al ver como el invitado abrazaba con las manos a la taza y acercaba su rostro a la misma para recoger la mayor cantidad de calor posible. A pequeños sorbos fue bebiendo el café hasta terminarlo en un tiempo muy corto e in mediatamente se despidió, del que lo había invitado, porque tenía que ocupara de nuevo su puesto para la Misa que se celebraría a las 1130 horas, porque era Domingo. Otra vez a pasar mucho fría pero, por lo menos, con el estómago caliente.
Es evidente que no se solucionan así las muchas necesidades que hay en nuestro país, pero en ese momento eso es lo que necesitaba ese hombre para mitigar algo el frío que padecía. Ojalá todos podamos echar una mano para solucionar todo ese conjunto de necesidades, pero mientras tanto es bueno poder ofrecer una taza de café bien calentito a quien tiene que aguantar un frío intenso. Será el mejor café de su vida; la de cada uno de ellos.
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