Recientemente ha fallecido el teniente general Agustín Muñoz-Grandes Galilea. Luchó en la guerra de Ifni, y fueron en estos combates en los que, con la verdad y firme en sus convicciones, le llevaron a enfrentarse con mandos superiores en lo que el creía que era los más acertado y justo. El general Muñoz-Grandes tuvo que sufrir la inmundicia, o dolor, de los miserables y cobardes que profanaron la tumba donde reposan los restos de su padre, también un ilustre soldado y político.
Los combates contra la mentira, el rencor y el odio hacían que el teniente general Muñoz-Grandes se enfrentara a ellos a pecho descubierto con la verdad, el honor y el amor a la patria. De ello puedo dar fe, ya que teníamos una amistad de más de 50 años, donde siempre me trató como un fiel amigo. Aún recuerdo su trato en el acto del aniversario de la Brigada Paracaidista del bautismo de fuego en la Guerra de Ifni. Durante la comida de hermandad de dicho acto, lo veo y me cuadré ante él, preguntándome que quien era yo; al decirle Herrero Andreu nos abrazamos y recordamos la figura emblemática de su querido padre, el que siempre decía: “¡mis soldados!”.
Era hijo del capitán general Agustín Muñoz-Grandes, un brillante soldado curtido en las campañas de Marruecos. Siempre fue querido y admirado por sus soldados. Era cercano y campechano con ellos. En Rusia vestía un capote sin insignias de su cargo, donde confraternizaba con sus soldados. Tal era ese trato con sus soldados, que, tras su regreso al mando de la División Azul, por su despacho llegaban aquellos que estuvieron en Rusia a sus órdenes, muchos de ellos en busca de alguna recomendación para un puesto de trabajo. El capitán siempre encontraba un espacio para atender a sus queridos soldados.
Agustín Muñoz-Grandes Galilea había nacido en Sigüenza (Guadalajara), y tras prepararse para el ingreso en la Academia General Militar, ingresa en 1951 como componente de la X Promoción, con varios compañeros como Eduardo Guillén Gosálvez, Nicolas González Carbonero, Álvaro Ballarín García o Manuel Hurates Suarez de Vega, los cuales estuvieron en la Campaña de Ifni derrochando valor, entrega y sacrificio, como es el caso del fallecido Agustín Muñoz-Grandes Galilea del Grupo de Regulares de Tetuán nº1, que solicitó ser voluntario de la VI Bandera de La Legión, por lo que no estaba en ninguna oficina, sino que estaba en primera línea de fuego, siendo hijo del capitán general Agustín Muñoz Grandes.
Apellidos grandes y grandes soldados
De su padre, un brillante soldado, existen multitud de testimonios que elogian y ensalzan su brillante figura y su campechanía humana; en su historial ya le constaba el Valor Acreditado en las campañas de Marruecos. De su campaña en Rusia existen varios testimonios de quienes fueron sus soldados, como el que sucedió una noche con temperaturas de varios grados bajo cero, por fuera del cuartel general alrededor de una hoguera, en la que estaban los conductores, telefonistas, mecanógrafos y algún centinela calentándose. Muñoz-Grandes, como era su norma, con el capote calado hasta las orejas se unió a sus soldados y puso las manos para calentarse. Uno de los centinelas, valenciano, un joven de poco más de 18 años, dijo con su acento en valenciano: “¡che! (oye) aquí todos vienen a calentarse, pero nadie trae un brazal de leña”. Ante este comentario, Muñoz-Grandes se retiró y llevó en sus brazos unos troncos que lanzó a la hoguera y en tono paternal le dijo: “nunca le niegues a ningún soldado el asiento a la lumbre”. El soldado al ver la figura de su general se puso nervioso y se disculpó. Muñoz-Grandes le dio una pequeña palmada en el hombro sonriendo.
El gran corazón de padre e hijo
Lo mismo el padre que su hijo eran firmes en sus decisiones, pero ante todo muy humanos. En la guerra de 1936, su padre estaba detenido con otros militares y paisanos en la Cárcel Modelo de Madrid. El entonces director general de Prisiones, Melchor Rodríguez, que era Anarquista, al enterarse de que las turbas sacaban a cientos de presos y los fusilaban, se presentó en la cárcel y dijo: “¡sin mi firma de aquí no sale ningún preso!”. Finalizada la guerra, Melchor Rodríguez compareció en un tribunal militar ante un consejo de guerra. Celebrada la vista de dicho consejo, fue condenado a pena de muerte. El fiscal dio la voz por si entre los presentes había alguien que quisiera declarar. Muñoz-Grandes se levantó de su asiento y dijo que sí, contestando al fiscal con su nombre y apellido y diciendo que era general del Ejército. En su respuesta Muñoz-Grandes expuso que ese hombre no había cometido ningún delito, al contrario, ya que se jugó su vida por impedir que no sacasen de la cárcel a nadie en sin si firma. Fue condenado a una pequeña pena, quedando poco después en libertad. Muñoz-Grandes mantuvo una sincera amistad con este anarquista; incluso cuando falleció, Muñoz-Grandes asistió a su entierro. Este era el hombre ante todo y, sobre todo, humano.
Consta en más de una publicación que siendo capitán general, cierta Nochebuena, tras las campanadas de medianoche, Muñoz-Grandes y su esposa aparecieron donde estaban los escribientes y telefonistas de guardia, portando su esposa Doña María una bandeja con turrones y dulces, y Muñoz-Grandes una botella de sidra, ofreciendo a sus soldados lo mismo que él había degustado.
Agustín Muñoz-Grandes Galilea era la figura de un brillante soldado que estaba donde tenía que estar y que decía lo que tenía que decir. En la antigua Yugoslavia, en Bosnia, Muñoz-Grandes como jefe de la Fuerza de Acción Rápida, tuvo un enfrentamiento con el general francés Philippe Morillon, no estando conforme con lo que expuso, de tal manera que abandonó su jefatura. En su hoja de servicios le constan diplomado de Estado Mayor, paracaidista de EE. UU., piloto de helicópteros condecorado con ocho Cruces del Mérito Militar, la Gran Cruz del Mérito Naval, la Medalla de Sufrimiento por la Patria y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
La grandeza de este ilustre soldado es el fiel reflejo de esta cita: “los grandes hombres son como las más hermosas flores, crecen a pesar del estiércol que echan sobre ellos los envidiosos y los imbéciles”, Jules Barbey d’Aurevilly.