Opinión

La vida en una trinchera a la sombra de la Primera Guerra Mundial (II)

Las complejidades bélicas no entienden de bandos, facciones o partidos y la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra, así lo evidenció, con más de 9 millones de fallecimientos a sus espaldas; además, de los 7 millones de civiles muertos en el transcurso de los combates y los 6 millones de personas que perecieron por el hambre, las enfermedades y la escasez de recursos derivados de la conflagración. Sin obviar, los más de 20 millones de heridos, maltrechos y mutilados.

Esos cuatro años calamitosos conjeturaron el primer laberinto de repercusión mundial, que involucró a las grandes potencias y pulverizó a millones de familias; confirmándose una vez más, que el engreimiento y la prepotencia de los más poderosos pueden ocasionar tragedias impensables.

Aunque las eventualidades de los hechos llevaron a los estadounidenses, rusos y japoneses a curtirse en lo que atañe a desenvolverse en las trincheras, los actores europeos no les quedó otra que experimentarlo a gran escala.

Específicamente, en el frente Occidental una línea tortuosa que se ensanchaba desde el Mar del Norte hasta los límites fronterizos de Suiza con Francia y, que a posteriori, se convertiría en la fosa de los más de dos millones de soldados, tanto de los Aliados que constituían la Triple Entente, como Francia, Inglaterra y Rusia a los que se añadieron Italia, Bélgica, Portugal, Grecia, Rumanía, Japón y Serbia; y los estados centrales de la Triple Alianza, integrados por el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro, alentados por Turquía y Bulgaria.

Una breve pincelada que nos sitúe en el escenario y contexto real de lo que estaría por llegar en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, en general, los ciudadanos europeos estaban confiados y aceptaban la hoja de ruta de sus gobiernos. Y, así lo era, porque la contienda que se iba a desencadenar era una cuestión nacional.

Las urbes habían sido educadas para la lealtad y obediencia y percibían una profunda conciencia por la patria. Sin ir más lejos, progresivamente las sociedades se secularizaron y el lugar de la religión lo irrumpió ampliamente el criterio de nación, con un impetuoso componente militarista. En numerosas ocasiones, sustentado por métodos de preparación castrense.

Si bien, el pacifismo liberal se mantuvo en lo más alto, fundamentalmente, en el Parlamento británico, era visto por muchos como una ruina moral. Los intelectuales darwinistas opinaban que la guerra formaba parte de la hombría, y ésta se auspiciaba por la supervivencia de las naciones, porque la prosperidad trascendía de la competitividad entre los Estados y no de la reciprocidad mutua.

Las administraciones sopesaban que con una guerra corta y triunfante en la que habría pocas bajas, mejoraría en muchísimos aspectos la vertebración económica. De hecho, la población en su inmensa mayoría la respaldaba. En esta tesitura, los ilustrados se interesaron por contribuir en la misma, como una conducta de liberación personal en un relato monótono derivado de regímenes extenuados.

Conjuntamente, los Estados tenían su ‘casus belli’, un término latino traducible al español como ‘motivo de guerra’, que hace mención a la coyuntura que atribuye la causa o pretexto para determinar una operación bélica, cuando no se hacía honor a una alianza, era defenderse de una amenaza extranjera, impedir la inestabilidad de las potencias europeas o resarcirse de las heridas del pasado.

Luego, la guerra quedó argumentada estando a favor de ella y los designios para finiquitarla en semanas parecían indiscutibles.

Lo que catastróficamente ocurrió, ya es sabido.

Continuando la estela del texto anterior y al que este pasaje sigue su rastro, la vida de millones de jóvenes quedó en suspenso en las trincheras. En aquel lugar, con aberturas en el terreno terriblemente perjudiciales, húmedos e incómodos, algunos franquearon cuatro estrepitosos años entre el cieno, las ratas y los muertos.

Indudablemente, la temeridad a un ataque era predecible, pero inicialmente resultaba más sencillo presagiarlos, porque la artillería tenía que ejecutar disparos de prueba para calibrar los cañones. Conforme transcurrieron los años, los adelantos en observación, concreción y mejora en las estrategias de infiltración, produjeron un miedo continuo a las acometidas. De un instante a otro, se barajaba la posibilidad que cayesen toneladas de proyectiles, algunos con gas, que eran especialmente terroríficos, porque no siempre podían detectarse y actuar silenciosamente, como ocurrió con la pandemia de gripe de 1918, también conocida como gripe española.

En esta situación, la crónica diaria del soldado en las trincheras variaba radicalmente derivando de la línea que se encontrase: existían turnos para no sobrecargarlos en demasía, aunque de cualquier manera, la guerra no dejaba de ser guerra.

En la reserva el automatismo era más relajado con labores de mantenimiento y, ocasionalmente, adiestramiento. El sobresalto inquebrantable del fuego enemigo era inferior. E incluso, los mandos alentaban a sus subordinados a asearse, algo casi ilusorio en la primera línea.

En cambio, en la segunda línea había más tensión y en cualquier momento podían ser reclamados para apuntalar las trincheras y el estruendo de la hostilidad estaba más próximo. Al tener que aprovisionar infatigablemente a los compañeros, el ajetreo cotidiano se multiplicaba. Uno de los mayores inconvenientes, el acceso al agua potable era muy restringido, aprovechándose más en la tercera línea y casi se ignoraba en la primera.

En otro orden de cosas, las letrinas improvisadas a modo de orificios en la superficie a los que no siempre concurrían, y en caso de una emergencia se desplazaban a otra zona a su alcance.

Las condiciones climatológicas no favorecían la estancia, las lluvias inundaban por completo las trincheras y las jornadas con relativa humedad convertían el suelo en cieno, mezclado con excrementos y restos de los cuerpos en descomposición. Las ratas hacían de las suyas en un entorno ideal e irremediablemente surgía la disentería, producto de las luctuosas adversidades higiénicas.

Las milicias germanas y aliados, convivían con ratas, ratones, cucarachas, piojos, garrapatas y gusanos. Al principio, difícilmente se sobrellevaba la presencia de roedores, animales e insectos, pero a la larga, acabarían adaptándose.

No de sorprender que los oficiales al llegar a la reserva, exigieran a los soldados de la primera línea que se asearan. Algo, que en un sector de la batalla más aplacado y mejor provisto, a veces no quedaba más remedio que hacerlo en aberturas empantanadas.

Las gélidas noches al raso en una tierra húmeda y atestada de microorganismos, ocasionaba el ‘pie de trinchera’ o ‘pie de inmersión’, habitual en los preludios de la Primera Guerra Mundial. Su adición se desbordó porque las botas de los soldados no estaban acondicionadas para resistir relentes y crudas temperaturas tan prolongadas.

El ‘pie de trinchera’ y otros padecimientos relacionados, aparejaron episodios dramáticos de soldados sin dedos, pies o manos. Era repetitivo que en estos contratiempos deplorables se engangrenasen algunas de las extremidades. Los médicos de campaña no daban abasto con los afectados, para volver cuanto antes a sus menesteres. Si los males infecciosos como la tuberculosis se acumulaba con las ofensivas, se alcanzaba el desbordamiento de los servicios sanitarios y los muertos, por doquier, se incrementaban en las trincheras.

Igualmente, era inusual que un soldado sobrellevase los cuatro años que duró el conflicto sin recibir uno o varios disparos, y sobrevivir a las heridas de consideración entre los gérmenes, algo que podría considerarse utópico. Si el bombardeo con gas se originaba apartado de los lugares anexos a la enfermería, las dolencias se agravaban enormemente. Con lo cual, eran muy pocos los que salían ilesos de las trincheras.

Pero, por encima de todo, detrás de cada trinchera fluía la vida agitada que iba y venía, personas que para sobrevivir debían alimentarse adecuadamente. En el período que persistió la contienda el sustento se modificó significativamente, para alcanzarse el último lapso más riguroso y con la manutención más reducida por la falta de previsión y la dilatación de la guerra.

Bien es cierto, que la comida no era suficiente porque los racionamientos tardaban en llegar, debido a las contrariedades en las comunicaciones; en el bando aliado las cargas se deterioraban permaneciendo en los vagones de los trenes a la espera que las vías se arreglasen. Sin inmiscuir, el bloqueo económico aplicado por Gran Bretaña que menoscabó a la población alemana.

Con todo, se priorizó el procedimiento de preservación como el método de las conservas, sobre todo, con la carne. Entreviéndose una manera eficaz de garantizar el óptimo estado de los víveres, además de ser económico, fácil de almacenar y distribuir.

Transcurrido un año desde el inicio de la guerra y vistas las expectativas nada satisfactorias, el ejército diseñó tres modelos de raciones con las que nutrir a sus tropas: ‘ración de reserva’, ‘ración de trinchera’ y ‘ración de emergencia’.

La primera, de unas 3.000 calorías aproximadamente y con deficiencias vitamínicas la conformaba: 453 gramos de carne enlatada; 226 gramos de pan; 68 gramos de azúcar; 31 gramos de café tostado y molido y 0,16 gramos de sal. Dicha ración era entregada para su consumo diario en ambientes en los que no era posible alimentarse en los acantonamientos.

En los intervalos con evidentes dificultades para sustentar a las tropas en plena zona de combate, se recurría a la ‘ración de trinchera’, constituida por carne enlatada y pan duro, café soluble y cigarrillos.

Y, por último, la ‘ración de emergencia’, distinguida en Alemania como la ‘porción de hierro’, integrada con una composición de carne en polvo disecada y surtida con harina de trigo y prensada en forma de galleta, a las que le acompañaban tres barras de chocolate elaboradas para que encajasen fácilmente en el bolsillo del uniforme.

Otras de las materias circunscritas, es lo que la Primera Guerra Mundial desató en un mar de lágrimas: mató y mutiló a soldados en una proporción que el mundo jamás había contemplado.

De nada impresiona ver que los veteranos lisiados retornados a sus casas, predispusieran importantes progresos en la tecnología de las prótesis.

Prácticamente todos los ingenios inventados para reemplazar las funciones corporales perdidas, proceden de las mejoras tecnológicas que surgieron a raíz de la Gran Guerra y configuró la primera camada de hombres biónicos.

En las guerras anteriores, los soldados que desgraciadamente quedaban heridos gravemente, fallecían por la gangrena y las infecciones. Únicamente del lado alemán, se contabilizaron dos millones de bajas y el 64% padeció lesiones en las extremidades afectadas. De éstos, unos 67.000 se sometieron a amputaciones.

Según el Departamento de Asuntos de los Veteranos de EEUU, como medida quirúrgica se realizaron más de 4.000 cortes y separación de una extremidad del cuerpo mediante traumatismo o cirugía.

Ya, algunos visionarios tomaron la prostética como recurso de transformación humana, como si el cuerpo fuesa un objeto manejable al que los conocimientos de la ciencia pudiesen concederle dignidad y restablecerse.

Tampoco iba a faltar en lo expuesto, la denominada ‘locura de trinchera’ o “síndrome del corazón del soldado’, ‘neurosis de combate’, ‘fatiga de batalla’ o ‘shock de las trincheras’, una perturbación frecuente en los soldados que intervinieron en la conflagración.

En esta amalgama de inquietudes, las incesantes realidades de estrés extremo provenientes de la pugna, indujeron a significativos problemas en la salud mental de los combatientes. Entre los efectos y sintomatologías de este trastorno se hallaron las pesadillas recurrentes o sueño de angustia, la hipervigilancia o la impresión de estar en peligro constante, aun estando ausente del campo de operaciones.

Examinando numerosos documentos de quiénes contribuyeron en la Primera Guerra Mundial, se constatan casos de pérdida de habla, espasmos y miradas vacías. Precisamente, esta última manifestación se bautizó como la ‘mirada de las mil yardas’”, porque los aquejados incrustaban su visión en distancias distantes, como si en la lejanía persistiese abstraído en las servidumbres de las trincheras.

Los estudios de este desbarajuste eran incuestionables: en ningún otro conflicto armado quedaron tantas secuelas sin heridas físicas, que les acarreara no estar capacitados para combatir. Pero, lo que incrementó las cifras fue la improvisación en el manejo de otras tácticas en el combate.

Ya, durante centurias, las fuerzas contendientes eran consecuentes de la resolución de los enfrentamientos armados y, a groso modo, dominaban la trascendencia de las flechas, espadas, balas o cañones. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial aglutinó un lance demoledor considerado por historiadores e investigadores como el estreno de la ‘Guerra Moderna’. En ella, se implementaron un conjunto de técnicas como la ametralladora, los carros de combate o la guerra submarina y aérea y entre los orígenes que más incidieron estarían el empleo de gases tóxicos, pero, sobre todo, la resistencia en las trincheras.

Alcanzado este tramo de la disertación, las principales deducciones de la ‘locura de trinchera’, hay que encuadrarla en la situación al límite de aguardar al enemigo tomando la comparativa, como si se tratase de conejos atemorizados y arrinconados en sus escondrijos. Lo cierto es, que muchos de estos hombres quedaban petrificados, observando como un camarada suyo en segundos era derribado por una bala u obús.

A pesar de ello, esta sensación no es nada comparable con la aprensión añadida que sufrían, al escuchar el silbato que les anunciaba su salida inminente de las trincheras y dirigirse hacia el enemigo, presto a fulminarlo con lo que tuvieran a su alcance.

Es irrefutable que tras estos arrebatos, el apremio sostenido de las acciones conllevase que un número indeterminado de soldados quedasen profundamente dañados. Los desbarajustes y la imposibilidad de conciliar el sueño hicieron mella, para que no difiriesen lo sobrevivido con lo soñado.

Cabría suponer, las ocurrencias desatinadas a este tipo de neurosis, entorpeciendo la rehabilitación de la vida normal y enterrar los espantos de la guerra de trincheras, con unas irresistibles inclinaciones al suicidio.


Por consiguiente, a los guarismos altísimos de defunciones en esta guerra, hay que añadirle el montante de víctimas. Es decir, todos cuantos una vez finalizada la lucha, sin aparentes deterioros físicos, no eran capaces de acomodarse a una existencia sin el estruendo de las detonaciones o las descargas, quedando marcados por una vivencia que les había sobrecogido y deteriorado su espectro emocional.

Finalmente, el regreso a su residencia y la evocación de los tiempos de paz ya quebrados, se conservaría en la mente y los corazones de aquellos soldados de manera inmutable. Algunos, incluso se autoinflingieron heridas graves para evadirse de la primera línea de trincheras y ser declarados no aptos. Normalmente, esto no sucedía porque nos estamos refiriendo a males mayores, como la amputación de ambas piernas que ni mucho menos, era una artimaña sugestiva.

Una vía más severa para definitivamente ausentarse de la guerra era el suicidio, en el que incurrieron más de 3.000 alemanes. Otros, escuetamente abandonaban la trinchera sin armas y se dejaban llevar en dirección al adversario, hasta recibir la ráfaga de proyectiles.

Los que obtenían el premio de retornar junto a sus allegados, su adaptación se identificaría por la bipolaridad. El universo al que los soldados volvían, les era demasiado chocante y se suponían seres extraños en medio de la aldea global.

Ahora, deformados, sin extremidades, con pánicos nocturnos o indisposiciones de una ansiedad postraumática sin garantías de desaparecer, apenas insinuar algún indicativo que con fuertes dosis de incertidumbre hubieron de digerir, les costaba afrontarlos con la sensación que nadie les entendiera o escuchase.

Véanse las repercusiones de los soldados alemanes, rusos y austriacos, con el estado de humor o tono sentimental hundido en una crisis deprimida; todavía inmersos en guerras civiles y otras disyuntivas vehementes. Más el hambre, la pobreza y la muerte acechándoles.

En consecuencia, la incisión materializada en el terreno con declives a ambos lados, para construir una arteria de comunicación con pasadizos y túneles que por activa y por pasiva se han acentuado en estas líneas, desenmascara la ‘guerra de trincheras’ o ‘guerra de fuertes’. Un entresijo que dejó una herida imperecedera en quiénes hubieron de transitarla y que años más tarde, no ha cicatrizado adecuadamente.

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