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Todos subimos cuestas

 

Para enaltecer el sentimiento de unión de un pueblo no es imprescindible recurrir a los símbolos como el himno o al pasado de una historia en común He aquí una ciudad, un pueblo, un mapamundi, una frontera sin barreras, he aquí Europa y África, donde moros y cristianos, judíos y chinos se baten cada amanecer en la paz de convivir de la mano y luchar por el mismo objetivo.
Almacenan las ciudades esas obligaciones que condenan a los miembros de la familia a llevarse bien, a amarse, a vivir en armonía, con respeto e incluso amor, esa costumbre de seguir golpeando la puerta de casa del hermano cuarenta años después de la muerte de los progenitores. Dulce condena.
Pero, ¿cual es el vínculo de unión de una ciudad, el puente de plata tendido entre vecino y vecino? ¿Acaso la lengua, acaso la sinceridad de la mirada, acaso las creencias divinas? Cierto que del balcón cuelga la bandera blanca y negra, el mástil firme apuntando al cielo; cierto que ahí está el himno, con su letra y su música intactas desde hace setenta y siete años; cierto que ahí están el ayuntamiento y los políticos, los mares y las colinas, el pasado y el presente –con el ojo en el horizonte–, el pescaíto frito, el cous cous y la caballa, la Semana Santa y la Feria, los gatos callejeros y las gaviotas gruñonas; cierto que está en Ceuta y el ferry que le ha traído ya prepara la vuelta rumbo a Algeciras.
Avanza con la maleta a cuestas, camina entre vaivenes que arrastra de las olas, abre los ojos, descubre un mundo desconocido, fija la vista en los transeúntes que le superan en dirección contraria. A nadie conoce, no da con el hotel pero nada le importa porque va perdiéndose –descubriéndolos– por rincones, callejones, paseos o  monumentos.
Apenas lleva unas horas en Ceuta, y mientras se atusa el pelo mojado por la ducha de agua fría, una galería de imágenes va desfilando por su memoria reciente, como una película de estreno que acaba de ver y que tiene final feliz. Apaga la luz, se tumba en la cama, siente un cansancio que termina por derrumbarlo al mundo de los sueños. Fuera queda la ciudad con sus cuestas, esas mismas que, indefectiblemente, todos los seres humanos tendremos, al amanecer, en la atardecida o en el crepúsculo, que ascender o bajar con el peso de nuestra existencia como una mochila pesada  sobre la espalda ajada de cansancio: ¿Acaso no todos somos iguales si incluso algo tan mundano nos coloca en idéntica posición y nos desnuda las mismas vergüenzas?

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