Opinión

Todo lo que sube, baja (I)

Cuando al científico Isaac Newton (1643-1727) le cayó encima una manzana, posiblemente mientras dormitaba la siesta a la sombra de un frondoso árbol de su jardín, se le iluminó el cerebro y constató el principio de la actividad gravitatoria. Dicho en términos vulgares todo objeto, con una masa, que sube desde la superficie terrestre, al acabar la fuerza impulsiva y en ausencia de una sustentación, inevitablemente bajará a la tierra atraído por la fuerza de la gravedad. Comprobó experimentalmente el principio científico que “todo lo que sube baja”.

En el campo de la economía, en un mercado perfecto, cuando aumenta la demanda suben los precios. Por las expectativas de ganancias subirá la oferta pero la falta de recursos frente al nuevo coste disminuirá la demanda y, en consecuencia, bajarán los precios. Se producirá un zigzag de subidas y bajadas hasta llegar, teóricamente, a un supuesto equilibrio.

En el terreno humorístico, también se ha asemejado este curioso fenómeno de subir y bajar al funcionamiento mecánico, inevitable, del órgano masculino.

Esta metafísica introducción ha sido generada por la contemplación de un artificio, indispensable para la actividad humana actual. En su interior pasamos, gran parte de la humanidad, secuencialmente, bastante tiempo durante el quehacer doméstico, recreativo o profesional. Este elemento indispensable, es el ascensor.

Precisamente la inagotable función de ascender y descender transportando personas, animales o materiales, motivó que adoptasen el metafórico título, Sube y Baja, a una película protagonizada por Mario Moreno “Cantinflas” en 1959, en la cual el actor hacía el papel de ascensorista en unos almacenes de la capital mexicana.

El ser humano, a lo largo de la peripecia en su desarrollo, ha ido adaptando y superando las dificultades de la naturaleza a la satisfacción de sus necesidades, entre ellas la actividad constructiva. Por esta razón, para la edificación de sus residencias, templos y palacios ha utilizado diversas técnicas para poder elevar los materiales a niveles superiores entre ellas las escalinatas, las rampas, los tornillos sin fin o las poleas. Todos estos procedimientos pueden considerarse como antecesores del ascensor, sin duda uno de los inventos más importantes de la humanidad. En la actualidad, como lo conocemos, es un medio que se utiliza para el desplazamiento vertical de personas y cargas que, mediante una cabina que se desplaza a través de guías rígidas, movida por una maquinaria y medios propios de suspensión, permite ofrecer servicio a diferentes niveles.

Desde hace más de dos mil años se han ideado, de alguna forma, unos mecanismos primarios de este artificio activados por fuerza animal o humana. La primera referencia al que puede considerarse primer ascensor la recoge el arquitecto y escritor romano del siglo I a. C. Marco Vitrubio, atribuyendo el invento al sabio griego Arquímedes en el 236 a.C. que utilizó su tornillo y su polea. La historia de este magnífico elemento es apasionante hasta llegar a la actualidad en la que la tecnología ha conseguido la utilización de ascensores seguros, sofisticados y cómodos.

No obstante, existen referencias sobre la utilización - por parte de los antiguos egipcios- para elevar los materiales en la construcción de las pirámides, de rampas tensadas por cuerdas. También de la elevación, mediante rampas y cabrestantes, de animales y gladiadores desde los subterráneos del Coliseo romano a la arena del mismo. El propio emperador Nerón mandó construir un elevador en su Domus Aurea, movido por esclavos. El ingeniero e inventor del Al Andalus, Ibn Jalaf al-Muradi, en el siglo XI recoge en su Kitad al-asrar -Libro de los secretos- un artificio de guerra para demoler fortalezas, que eleva un ariete de gran peso para golpearlas. Figura documentada la curiosa imagen del elevador diseñado por el ingeniero militar alemán Konrad Kyeser en 1405. El picaruelo rey francés Luis XV, en 1743, aprovechó dotarse de un primario modelo de elevador - que parece ser aun funciona- instalándolo en Versalles, movido por cuerdas en polipastos, para acceder de forma discreta a las habitaciones, en la planta superior, de su amante Madame Du Barry. Merece la pena citar al matemático alemán Erhardt Weigel (1625-1699) que ideó en 1687 lo que llamó “silla de ascenso” que funcionaba por un sistema de poleas y tracción animal. El zar de Rusia Pedro I mandó construir en su residencia campestre un mecanismo ascensor, posiblemente el primero en Rusia, movido por cuerdas que servía para subir y bajar los platos de comida, los vasos y utensilios a la mesa de los comensales en la planta superior. Parece ser que su idea era que los sirvientes no sirvieran la comida para evitar que escuchasen las conversaciones.

Remitiéndonos a tiempos más cercanos, con el siglo XIX, el descubrimiento de la máquina de vapor permitió la sustitución de la fuerza humana o animal por esta nueva fuerza motriz. Los ingenieros británicos Burton y Homes idearon en Londres en 1823 lo que llamaron “caja elevadora” que permitía elevar a 20 personas a 37 metros con un complejo sistema a vapor, aunque realmente era poco factible de uso por cuestiones de seguridad. En los años 30 y 40 proliferaron los nuevos ascensores propulsados por motores a vapor aunque las frecuentes roturas de las cuerdas de cáñamo sustentadoras provocaron innumerables accidentes graves e incluso mortales.

El británico William Thompson construyó en 1845 el primer ascensor hidráulico que se elevaba por la presión del agua inyectada en un cilindro bajo la cabina. En 1850 el ingeniero inventor Henry Waterman creó el primer prototipo de montacargas, consistente en una plataforma con unos cables que permitía la elevación de cargas pesadas y personas. Esta iniciativa inspiró al ingeniero mecánico norteamericano Elisha Graves Otis para la construcción de su primer ascensor. Consciente del principal inconveniente de estos aparatos – que incluso motivaba la desconfianza de las personas para usarlos– era la inseguridad, se propuso superarla además haciendo una demostración asumiendo un riesgo mortal precisamente confiando en su solución. El sistema de frenado de seguridad que detuviera la cabina, en caso de una sobrecarga o avería, consistiría en unos rieles dentados que actuaban inmovilizando la misma.

Con una inmensa confianza en sí mismo, en 1854, en la Exposición en el Palacio de Cristal de Nueva York subió –en presencia de numeroso público– a la rudimentaria plataforma del elevador, junto con carga de materiales, y a una apreciable altura ordenó se cortase el cable de sujeción. El aparato en lugar de caer quedó frenado por acción del mecanismo ideado. Sin duda alguna, con la aceptación general de que era posible asegurar la seguridad de los creados ascensores para utilización de personas y bienes se inició el desarrollo de las instalaciones de los mismos. Precisamente, Otis instaló el primer ascensor para personas el 23 de marzo de 1857 en el edificio Haughwout Building, de cinco pisos y 24 metros de altura, en la Avenida Broadway de Nueva York. El sistema hidráulico era movido por una pequeña máquina de vapor y permitía desplazar hasta media docena de personas a unos diez metros por minuto.

El 15 de enero de 1861 se patentó el primer ascensor a vapor y curiosamente tres meses después falleció Otis. Sin embargo, el crédito creado por su innovación se ha prolongado con la empresa que fundó constituyendo una de las más importantes firmas mundiales de ascensores.

Merece la pena citar un heterodoxo modelo de ascensor de diseño muy diferente al convencional. Se denominó inicialmente “elevador cíclico” y el primero fue instalado en 1868 en Liverpool, en un edificio comercial, por el arquitecto Peter Ellis. Se trataba de una cadena de habitáculos o cabinas para dos personas, sin puertas y con movimiento ininterrumpido, que ascendían y descendían a velocidad lenta de unos 30 centímetros por segundo y que había que ocupar o salir en marcha, sin paradas. Es curioso que el nombre que se adoptó posteriormente para el mismo y como se le conoce en la actualidad es “Paternóster”. Son las primeras palabras del Padrenuestro y aunque una versión explicativa se refiere a que – por su forma y funcionamiento– se asemejaba a las cuentas de un rosario, hay otra más humorística que lo vincula a que, por el peligro o riesgo de su utilización, muchas personas comenzaban a rezar cuando subían en él. Aunque tuvo aceptación en Alemania, Gran Bretaña y algunos países de Este de Europa, lo cierto es que ofrecía peligrosidad y exigía de cierta destreza para entrar y salir en marcha por lo que dejó de utilizarse, aunque se conservan algunos en ciertos países como elemento patrimonial histórico. En nuestro país parece ser que no llegó a instalarse ninguno. Sin embargo, acabo de conocer que una prestigiosa firma japonesa está intentando rehabilitar el modelo diseñando paradas en su funcionamiento.

En 1867, en la Exposición Universal de París, el ascensor Edoux estaba accionado hidráulicamente por presión de agua. En Nueva York instaló la compañía Otis el primer ascensor hidráulico en 1872, modelo que empezó a sustituir a los de vapor y años después en 1889, también mediante el modelo hidráulico, dotó a la torre Eiffel la posibilidad de ascenso a la segunda planta.

Los ascensores hidráulicos, también llamados oleodinámicos, están basados en una central hidráulica que, proporcionando presión a un fluido, generalmente aceite, efectúa el desplazamiento de un émbolo que, directamente o mediante cables metálicos de suspensión, está ligado a la cabina.

La modalidad hidráulica se utilizó durante bastantes años y aun se utiliza en la actualidad pero la aparición de la energía eléctrica y la introducción del motor eléctrico en el 1880, para mover ascensores, por el ingeniero alemán Werner von Siemens, motivó su gradual reemplazo. No obstante estos primeros modelos eléctricos, de engranajes, pecaban de lentitud, pero a partir de 1904, suprimiendo los mismos, fueron desbancando a los hidráulicos ya que eran más rápidos y no tenían limitación de alcanzar alturas. Gracias a los mismos se empezaron y fue posible construir los rascacielos.

Los ascensores eléctricos, también denominados electromecánicos, o de tracción, funcionan accionados por un motor eléctrico que, a través de una polea de tracción, comunica el movimiento a los cables que suspenden la cabina. En el extremo opuesto se encuentra un contrapeso – suspendido por cables– que tiene como misión equilibrar el peso de la misma.

Además de los ascensores usuales se utilizan otros singulares como los panorámicos y los montacoches. Los primeros añaden a su función utilitaria la de ser un elemento decorativo. La cabina tiene que ser parcial o totalmente transparente, a base de cristal laminado, que permita a los usuarios la contemplación del espacio exterior. Los montacoches tienen una estructura robusta, con gran capacidad de carga, y se instalan para el transporte de vehículos hasta las plantas de aparcamiento, operándolos el conductor sin tener que apearse del vehículo. Utilizan, con frecuencia, el sistema hidráulico.

Los ascensores con “memoria” se inventaron en 1925, y hasta el 30 de agosto de 1957 no aparecieron las puertas automáticas en los ascensores de pasajeros. Anteriormente, para hacerse cargo de su manejo estaban los ascensoristas que a partir de entonces se suprimieron. Era un oficio que requería una especialización ya que incluso en Alemania se requerían tres años de formación para poderlo ejercer.

Pero los ascensores actuales –gracias a la evolución tecnológica– han ido aportando una serie prestaciones, operatividad y seguridad que no tienen nada que ver con los de épocas anteriores: la velocidad y dirección se efectúa mediante controladores electrónicos, alertando también de problemas; los sensores de seguridad pueden detectar excesivo ruido, nivel de temperatura o movimiento irregular y la selección de planta elegida puede hacerse con paneles digitales.

Aun se está a las puertas de una innovación revolucionaria, que se encuentra en experimentación, y eliminaría la limitación de acceso de altura y la utilización de cables, mediante la levitación magnética. El movimiento se efectuaría por la acción de campos magnéticos y el control por inteligencia artificial.

Existen otros elementos de transporte vertical muy utilizados en la actualidad: son las escaleras mecánicas y los andenes móviles.

Las primeras se utilizan en estaciones de ferrocarril, aeropuertos y almacenes comerciales y consisten en una sucesión de placas en forma de peldaños, accionadas mecánicamente, en sentido ascendente o descendente, que transportan personas entre diferentes niveles. Los andenes móviles siguen el mismo sistema de de funcionamiento pero no existen peldaños sino plataformas continuas que también sirven para transporte de personas y equipajes y son de utilización en estaciones, puertos y aeropuertos.

En nuestro país el primer ascensor para uso de personas se instaló en un edificio particular, de cuatro plantas de altura, situado en el nº 5 de la calle Alcalá de Madrid a principios de 1878.El contrato se conserva y fue firmado el 15 de diciembre de 1877 por el propietario Valentín Morales y los tres ingenieros que lo instalaron. Como dato curioso su coste fue de 12.500 pesetas – unos 75 euros actuales– y se trató de un modelo hidráulico. Lamentablemente el edificio fue destruido por los bombardeos de la guerra civil y no puede contemplarse como patrimonio histórico al contrario que ocurre donde se albergó el primer ascensor, en 1857, en Nueva York.

Sin duda alguna, el ascensor es el medio de transporte más utilizado en el mundo, ya que se estima que casi 1.000 millones de pasajeros viajan cada día en los mismos.

A pesar de ser el ascensor uno de los medios más seguros de transporte – son 20 veces más seguros que las escaleras mecánicas y la probabilidad tener de accidente es de solo el 0,00000015 % al año– genera en ciertas personas una sensación de miedo que le ocasiona dificultad para tomarlo e incluso las imposibilita de hacerlo. Cuando alcanza ciertos niveles esa sensación negativa se convierte en fobia, que recibe el nombre de elevatofobia, reconocida psicológicamente como patología. En este caso es un miedo irracional excesivo a una actividad, tan usual y necesaria en muchos casos, como es tomar el ascensor. Esta fobia se origina bien por una experiencia traumática sufrida o sin motivo aparente y consiste frecuentemente en el temor a quedarse encerrado y quedarse sin oxigeno o a que un fallo precipite el aparato al vacío. En el primer caso, los ascensores no son estancias herméticamente cerradas y disponen de un mecanismo que recircula la ventilación y respecto al segundo temor, la caída se evita con medidas de seguridad que paran el ascensor.

Pero también, en muchos casos, el origen se encuentra en otras fobias como son la claustrofobia o temor a permanecer en espacios cerrados y la acrofobia o miedo a las alturas. La elevatofobia, en general, ocasiona en quienes la padecen y utilizan el ascensor ansiedad, mareos, hiperventilación, sudores, taquicardia y otras sensaciones negativas. Por esta razón, muchas personas prescinden de su utilización con los inconvenientes que supone no hacer uso de él para la vida diaria.

El tratamiento – si no es de fuerte intensidad que requeriría la ayuda de un psicólogo– podría ser la distensión nerviosa, la meditación, la respiración, distracción en el trayecto charlando o pensando en cosas agradables, incluso irse adaptando con una actitud progresiva y asumible de su uso para acostumbrarse a su utilización.

Aunque no es obligatorio, los fabricantes suelen incluir, en el interior de la cabina espejos en las paredes que proporcionan una sensación de mayor amplitud del habitáculo, reduciendo la claustrofobia.

En la década de los años 20 los fabricantes introdujeron en el ascensor una música relajante y simplona que entendieron podía aportar tranquilidad a los pasajeros, especialmente a los que tenían problemas, al utilizar el mismo.

La empresa Otis ha manifestado en alguna ocasión que el 85 % de los ascensores que fabrica no incluyen en el botonaje el número 13. Puede parecer una exageración, pero lo cierto es que la superstición ha influido incluso en la arquitectura. La triscaidecafobia es una incontrolable sensación de miedo al número 13. Su origen parece encontrarse en la Edad Media como símbolo de la mala suerte e incluso hay quien lo relaciona, con los trece comensales de la Santa Cena, ya que uno fue ejecutado. Lo cierto es que quienes la padecen sienten ansiedad, taquicardias, sudoración, pánico y otros síntomas. Por esta razón, muchos edificios de altura y rascacielos se diseñan eliminando la planta número 13.

La tetrafobia es otra aversión similar relacionada con el número 4 que se constata en países del este y sudeste asiático porque su expresión es parecida a la del vocablo muerte. La consecuencia es que en estos países se produce la eliminación de las plantas 4, 14, 24 y las terminadas en 4, además de la 13, no figurando por tanto estos números en los botones de los ascensores.

Aparte del carácter anecdótico, la realidad que pueden plantearse problemas de seguridad –señalando ejemplos en rescates de incendios o primeros auxilios– por producirse indefinición de la planta concreta donde ocurre el siniestro.

Aunque afortunadamente es difícil que ocurra una caída libre de un ascensor por las medidas de seguridad que incluyen, si esto sucediese se ha aconsejado tradicionalmente un método para salir con vida que es saltar dentro del ascensor para que en el momento del impacto el cuerpo esté flotando y no lo reciba. La realidad es que es difícil sincronizar salto e impacto. La mejor solución para tener posibilidades de sobrevivir, según aconsejan los expertos, es tenderse en el suelo boca arriba protegiendo la cabeza ya que de esta manera se reparten las fuerzas del impacto. El problema está en que si hay más ocupantes no es posible efectuarlo por falta de espacio.

Según reflejan bastantes estudios estadísticos, aunque entiendo que son muy genéricos, las dos terceras partes de los ocupantes del ascensor no establecen comunicación oral con los demás ocupantes. Inconscientemente los ocupantes buscan situarse alejados de los demás y es menos factible la intercomunicación.

La forma de ocupar el espacio, según comprobaciones experimentales, es lo que han dado en llamar “esquema de los dados” por la similitud con las posiciones de los puntos que identifican las caras de los dados.

Es muy corriente que al tomar un ascensor perdamos la cobertura para nuestro teléfono, debiéndose el fenómeno al efecto Faraday. La causa se encuentra en que materiales del propio ascensor producen un bloqueo o interferencias con las ondas electromagnéticas y precisamente en aquellas frecuencias con que está dotada la telefonía móvil.

Alrededor del ascensor se han generado variedad de problemas matemáticos, acertijos, rituales e incluso comprobaciones de la teoría de la relatividad. Es muy conocida “la paradoja del ascensor” planteada en 1958 por George Gamow padre de la teoría del Big Bang a través de sus observaciones personales.

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