Opinión

Tierra, verde, pelo, escamas y pluma

No puedo dejar de pensar en un futuro dónde sepamos realmente compartir el territorio que habitamos con las demás formas de vida que nos rodean, un tiempo en el que mirar a una planta sea realmente un acto consciente de entendimiento hacia unos seres absolutamente mágicos que hacen posible que los animales podamos existir. Captar la luz del sol mediante la transformación de orgánulos celulares es un logro francamente brillante que permite todo lo exuberante y bello de la vida.

Uno también se imagina un tiempo para compartir la evolución cognitiva con los otros animales, entendiendo como diría Darwin que las diferencias mentales con los otros animales son una cuestión de escala pero no de tipo. Una gran afirmación que intuía la cognición y quizá la consciencia en el reino animal; otros como Jakob von Uexküll a principios del pasado siglo veían claro que existe un mundo subjetivo para cada organismo según su manera de percibir el mundo. Entendiendo, como lo hace Frans de Waal, que la inteligencia es una forma más de adaptación al medio circundante y las culturas una de sus herramientas biológicas, podríamos aceptar que nuestra mente nace de la evolución del comportamiento animal y gracias a esto podemos acercarnos al concepto con representaciones mentales que forman puentes con el pasado y las culturas animales. Sobre la capacidad cultural del reino animal, y no solo aquellos para los que ya algo extemporáneamente se usa el término de superiores, hay un gran número de maravillosas observaciones de campo y exitosos experimentos en cautividad que no dejan duda de su existencia.

No podía ser de otra manera pues nuestra especie no es un extravagante salto sin explicación ni hemos sido creados por una civilización alienígena sino más bien el resultado de una apuesta evolutiva por la cultura y la dedicación al aprendizaje obsesivo de nuestro entorno. En nuestra desesperada apuesta por la cultura, las asimetrías han salido a la luz y estamos inmersos en unas obsesiones economicistas y materialistas que no nos permiten equilibrar nuestra difícil psique. Asumir nuestras limitaciones como especie y entender y aceptar el papel dentro de la biosfera nos llevará a reencontrarnos con la forma más adaptativa y apropiada de entender la trascendencia. Evitar los fanatismos desestabilizantes y asimilar lo que somos de una manera holística y orgánica sería una bendición. Podríamos comenzar a pensar en los animales con sensibilidad y refinamiento y no solo con la fría y mecanicista visión científica; mentes como la de Lorenz, de Waal, Rodríguez de la Fuente y tantos otros científicos, naturalistas y seres humanos observadores comparten a diario el espacio con todas las formas de vida y asumen con humana normalidad la diversidad de maneras de estar en el planeta y captar el mundo circundante.

Cualquier ser humano que viva en la libertad y plenitud inconfortable del ambiente salvaje irá adquiriendo una mente salvaje y una forma de entender la vida profundamente trascendente y mística. Testimonios como los de Leocladio Rueda y Víctor Gutiérrez publicados por la asociación sevillana Hombre y Territorio (Leocladio y los Lobos) son cruciales para entender nuestro alejamiento de la naturaleza y sus consecuencias. Hay otras posibilidades para propiciar el reconocimiento de nosotros mismos y si bien se ha perdido mucho del vínculo ancestral, también es cierto que solo han transcurrido unos cientos de años. Por todo esto, me gusta imaginar nuevas opciones dónde la tierra, lo verde, las escamas, el pelo y la pluma convivan de una forma más intensa con los seres humanos en las ciudades. Por fortuna las montañas y los mares conservan mucho de sus hábitats y la diversidad natural y juegan un importante papel de ventanas al mundo real. Como soñar no cuesta dinero, tenemos la opción de imaginar una ciudad distinta dónde no sea necesario salir de lo puramente urbano para sentir la verdadera naturaleza.

Repensando nuestra ciudad, Ceuta, se podrían conseguir adelantos significativos en este sentido pues hay dos características básicas que juegan a nuestro favor: tener un medio natural circundante con valores naturales importantes y ser una ciudad volcada con las mascotas. Este ambiente territorial permitirá una fácil colonización de nuevos espacios naturales creados en el entorno urbano. Se trataría de una actuación radical que convierta muchas de nuestras tristes calles y avenidas atestadas de vehículos en zonas con una gran vitalidad natural y dónde sea compatible muchas de las pequeñas actividades comerciales típicas de las ciudades con el contacto cercano de la naturaleza. Una nueva fisiología urbana debe nacer que pienso que podría agradar a la mismísima Jane Jacobs que abominaba los espacios verdes sin sentido de ciudad. La creación de multitud de microespacios naturales o renaturalizados harían más habitable y adaptativa nuestra ciudad y más felices a sus habitantes, al menos a los menos codiciosos, cultos, vitales y tendentes a lo orgánico.

Si nuestras actividades comerciales son importantes por muchos motivos consabidos y aceptados, lo es también poder desarrollarse en un hábitat urbano a la altura del ser humano dónde seamos nosotros mismos y rebajemos nuestros miedos y ansiedades. Con estos reductos instalados por toda la ciudad se volvería a aprender a observar la naturaleza y a los animales que siempre nos han acompañado en nuestra evolución cultural. Entiendo perfectamente que esto que estoy comentando suena a utopía irrealizable dadas las estrictas normativas impuestas por los estados mecanicistas que manejan los burócratas, los usureros y los mercaderes de altos vuelos, pero creo que es positivo hablar de estas posibilidades de integración en la ciudad; para muchos el hábitat creado por el ser humano para sí mismo. Muchas cosas pueden cambiar en la ciudad si se aplican otras visiones y se combinan enfoques naturalistas y humanistas. El necesario ejercicio de repensar la ciudad no es algo que este fuera de nuestro alcance mental y posibilitaría un ejercicio de memoria cultural que siempre estará a nuestra disposición, una dichosa vuelta a un pasado muy cercano. No sigamos haciendo de nuestras vidas un ejercicio miserable entregándonos a delirantes y atolondrados ejercicios de convencionalismos vacuo viviendo como si perteneciéramos a otro mundo.

Preservemos los espacios naturales y salvajes para la exploración y la búsqueda espiritual propia de nuestra evolución cultural pero creemos una ciudad apropiada que colme nuestras expectativas y nos mantenga psíquicamente saludables. El tiempo trascurre y el territorio se pierde paulatinamente junto con gran parte de su contenido natural y salvaje. Cuando Tinbergen, un etólogo holandés que consiguió el premio nobel, compartido con Lorenz y Von Frisch, volvió a Holanda en los años setenta, lloró de pena por la pérdida de las preciosas dunas que había recorrido en su juventud para estudiar gaviotas y charranes pues el hábitat fue engullido por el Puerto de Rotterdam. He disfrutado mucho en las dunas holandesas en mis estancias de formación científica, las he recorrido por puro placer con mi mujer, mi mentor y algunos de mis amigos que me visitaron y puedo decir que en ellas me sentía feliz, pleno y que notaba un olor y un ambiente inolvidables que están grabados para siempre en mi memoria. Las dunas otorgan personalidad a cualquier litoral y en Holanda son además un auténtico pulmón para sentirse vivo entre tanto asfalto y hormigón concentrado.

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