Opinión

Tiempo de cambios

Vivimos en un mundo globalizado en el que lo que ocurre en cualquier punto distante de nuestro país no tarda mucho en influir de manera directa en nuestra vida. Tenemos el ejemplo cercano de la pandemia de la COVID-19. Lo que parecía otro de los frecuentes virus asiáticos que se lograba aislar y controlar, en pocas semanas se extendió por toda la tierra generando una sombra mundial que ha causado muchas muertes y una profunda crisis económica. Empezamos a tomar conciencia de la magnitud de la crisis sanitaria cuando a través de los informativos nos llegaron imágenes de hospitales levantados en pocas semanas por las autoridades chinas. Algo grave estaba pasando y cuando quisimos darnos cuenta el virus aterrizó en Europa y en España. Si no recuerdo mal fue en el norte de Italia donde el COVID-19 entró con fuerza llevándose por delante muchas vidas y obligando a cerrar regiones enteras para intentar evitar la expansión de la pandemia. A los pocos días nos vimos encerrados en nuestras casas y asustados por un virus del que apenas sabía algo la comunidad científica. En aquel momento, el personal sanitario tuvo que enfrentarse a una enfermedad muy grave con poco conocimiento y sin medios de autoprotección. Los centros hospitalarios se vieron desbordados y en algunas ciudades, como Madrid, fue necesario habilitar hospitales de campaña más propios de estados de guerra que de tiempo de paz. Esta sensación se incrementó cuando en las ruedas de prensa del gobierno hablaban el jefe del Estado Mayor del ejército y los máximos responsables de la Policía Nacional y la Guardia Civil.
Durante un mes y medio estuvimos la mayoría recluidos en nuestras casas. Digo la mayoría, pues hubo muchos trabajadores, como los sanitarios, los miembros de los cuerpos de fuerzas de seguridad del Estado, los empleados de los supermercados, los farmacéuticos o el personal de recogida de residuos que se mantuvieron en sus puestos de trabajo para garantizar los servicios fundamentales y básicos e intentar salvar el mayor número posible de vidas, en el caso de los sanitarios. A estos últimos les dedicamos todos los días de confinamiento un sonoro aplauso desde nuestros balcones y ventanas. En esta semana han sido el rey, el gobierno y otras autoridades las que les han agradecido de manera pública su esfuerzo y se les ha rendido homenaje a los médicos, DUEs y otros profesionales sanitarios que fallecieron debido al contagio del maldito COVID-19. No podemos olvidarnos de estos servidores públicos que dieron su vida para salvar la de otros en un momento de carencia de medios para salvaguardar su propia salud. Espero que nuestras autoridades hayan tomado buena nota de lo sucedido y, a partir de ahora, se disponga de un plan de contingencia ante este tipo de crisis sanitarias que contemple la dotación de una reserva estratégica de equipos de protección individual y respiradores.
Sin lugar a dudas la consecuencia más dramática de la pandemia son los más de 80.000 compatriotas que han fallecido y las miles de personas cuya salud ha quedado mermada tras haber contraído el virus. No menos preocupante es el incremento de casos de enfermedades mentales relacionadas con el COVID-19. Este virus ha dejado una profunda cicatriz en nuestra mente y en nuestro estado de ánimo. El miedo a contagiarnos y las medidas de distanciamiento impiden que podamos besar a nuestros padres y parientes cercanos. Algunas de estas medidas se han relajado y el virus ha aprovechado la ocasión para recuperar parte del terreno perdido gracias a la campaña de vacunación. Son los grupos de edad más jóvenes, a los que todavía nos les ha llegado la vacuna, quienes están pillando el virus y transmitiéndolo a personas que no quisieron vacunarse o no han desarrollado los suficientes anticuerpos. En cualquier caso, el COVID-19 se resiste a abandonar nuestro mundo y anda por ahí mutándose para seguir causando dolor y muerte.
La resistencia del COVID-19 y sus permanentes rebrotes está dificultando la recuperación económica mundial, europea, nacional y local. Por si fueran pocos los problemas provocados por la COVID-19 en Ceuta, a mediados del pasado mes de mayo sufrimos una entrada masiva de inmigrantes alentada por Marruecos. Para la mayoría de los ceutíes la imagen de cientos de personas accediendo a nuestra ciudad sin que nadie fuera capaz de evitarlo se ha quedado grabada en nuestra mente y en nuestro corazón. Nos sentimos vulnerables, desprotegidos y humillados. Nuestro futuro, tan individual como colectivo, se ennegreció y afectó a nuestro estado de ánimo. Es verdad que somos un pueblo valiente y resistente, pero son muchos y muy complejos los retos que tenemos ante nosotros. Nuestro patrimonio natural y cultural presenta graves problemas de conservación y protección, carecemos de un modelo económico sólido y la cohesión social da muestras de inestabilidad debido a la fuerte desigualdad económica y los prejuicios raciales. Tampoco son muy halagüeñas la alta tasa de fracaso escolar y la falta de expectativas laborales de los que logran completar sus estudios. Esta situación empuja a muchos jóvenes al hastío y la desesperanza. Esta última causa un profundo malestar interior que es muy difícil curar. El único remedio disponible es insuflar en el corazón de nuestra juventud la ambición intelectual y espiritual, así como el afán de participar en sociedad.
No vamos a negar que estamos pasando tiempos difíciles, pero la historia nos demuestra que en otros momentos históricos la situación social y política fue mucho peor. Basta recordar que en la primera mitad del pasado siglo XX, en la que nacieron y vivieron los abuelos de quienes ya tenemos cierta edad, Europa sufrió dos guerras mundiales y nuestro país una contienda civil. Y a pesar de estas dramáticas circunstancias sacaron a sus familias a adelante y reconstruyeron las ciudades y pueblos devastados por las guerras. Entre mediados de los años sesenta y finales de la primera década del siglo XXI hemos sido testigos de un periodo de prosperidad en los países occidentales. España ha sido una de estas naciones en las que con mayor claridad se ha apreciado el crecimiento económico y la implantación de la denominada sociedad del bienestar. Claro que ambos logros no nos han salido gratis. El precio que hemos pagado es un territorio plagado de cemento y hormigón y unos débiles cimientos económicos incapaces de resistir la más leve de las crisis económicas que nos vienen azotando desde el año 2008.
Llegados a este punto, creo que es necesario mandar un mensaje de ilusión y esperanza sobre lo que nos depara el futuro. Tenemos la suerte de ser coparticipes de un momento de cambio civilizatorio. La mayoría de los líderes internacionales son conscientes de la urgente necesidad de cambiar de rumbo y abandonar la actual senda de desarrollismo económico que está destruyendo nuestro planeta y alterando el frágil equilibrio climático. La Unión Europea es el club de naciones que está abanderando esta transición económica y nosotros tenemos la suerte de pertenecer a ella. Es el momento de subirnos al carro de la sostenibilidad y dejar atrás los tiempos de los pelotazos inmobiliarios y el turismo de masas. La riqueza natural y cultural de España, así como la de Ceuta, es extraordinaria. En nuestra mano está la posibilidad de resarcir todo el daño que le hemos provocado a nuestros bienes culturales y naturales mediante un ambicioso plan de restauración de nuestras ciudades, nuestros pueblos y nuestros bellísimos paisajes. Si somos capaces de sacar adelante este plan lograremos restituir, en un siglo más o menos, los ingredientes naturales fundamentales para una vida humana plena y rica. La ejecución de este plan generaría muchos puestos de trabajo provechosos y satisfactorios, pues sus efectos positivos se apreciarían pronto. Sé que este tipo de ambiciosos proyectos son propios de soñadores, pero, como escribió Lewis Mumford, vivimos un tiempo en el que sólo los soñadores son hombres y mujeres útiles.

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