No estoy tétrica, ni siquiera paranoica. Ya el catastrofismo no me da más que risa, como las películas de zombis. En el cine cuando los demás están pertrechados contra sus allegados, suena mi risa estridente. Es un bocado de improviso, un deslizamiento de piernas que lleva hasta el asesino o un tonto que no sé por qué siempre va en primera fila de combate. A mí- con todo eso- me da la risa… por el razonamiento pasivo de algunos, la mala baba y el hijoputismo. Pero ya ven, lo mismo un psicólogo lo vería como hálito de supervivencia. Todos vamos a morir, eso es una certeza, pero lo decisivo es el rastro de caracol que dejemos.
Hay una profesora maravillosa que el otro día entró en clase diciendo esa frase magistral de “todos vamos a morir”. Yo la entiendo como si me ajustara con su alma una media, porque tengo su misma edad, estoy igual de harta de adolescentes y eso que no tengo unas pocas decenas más de prestado como ella. Puedo calcar su desánimo de la educación, el hastío por no saber hacia dónde vamos y que los huesos nos pesan cada vez más en este jodido planeta que nos comprime sin dejarnos respirar como los Ángeles en plena levitación.
Como les digo, puedo entender perfectamente la frase, pero los adolescentes que la recibieron como las cabras la fresca brizna que degluten del Valle, no. Supongo que porque tienen cerebros de rumiantes que no captan las dificultades anímicas, la filosofía más rudimentaria, ni los pesares de la vida. Por eso, se oyó un murmullo de desaprobación, con frases del tipo “Pero, profe¿ por qué dices eso?”…A lo que la profe contestó , mirando a una preciosa rubia de primera fila… “Si, tú también te morirás, bonita”.
No sé si pensáis en los adolescentes ucranianos, en su desolación, en su terror que sobrevivirá mucho más que ellos mismos. Pero ya os digo que harán películas de Netflix y nos contarán en documentales cómo fue su pérdida. Lloraremos- entonces- lágrimas de virtualidad porque el presente no nos importa y la verdad aún menos. No nos importa que nos hagamos viejos, que nos duelan las arrugas, ni que nos pleguemos al tiempo. Si tú también, bonita, que luces tus muy pocos con tus pechos bailando al sol, tus ovarios pletóricos de vida y tu sonrisa que haría deslucir a la misma biblioteca alejandrina. Julieta también fue joven y murió. Si me lo permiten, por enconamiento visceral, porque no me digan que visto en perspectiva los flechazos no son sino comedia en tres actos en el que sobran dos.
No me he vuelto amargada, como dicen las lenguas babosas de los viejos desdentados. No me he vuelto huraña, ni gruñona, sino realista que es la peor de las enfermedades, pues ni es contagiosa, ni mortal, sino lacerante y aislante de todos aquellos que no saben que van a morir por mucho que les dé bola el tiempo. La profe debe de estar tan cansada como yo, tan agotada y enlutada de la vida que nos desluce, adoctrina y escupe cuando le da la gana. El sol cada día quema más, los ojos ya no nos brillan más que si lloramos y nuestras parejas cojean en la lejanía de nuestro recuerdo, nuestra flagelación, o lo que es mucho peor, en un sillón mullido de nuestra casa, esperando que volvamos de la compra. Una de las cosas que más envidio es envejecer con tu pareja; Una de las que más agradezco no verlo morir de viejo, consumido por la vida, triste figura de lo que antaño fue. Nunca se dolió más Sancho que viendo deshojado, sin ser más que una sombra de lo que fue al Quijote revenido en Alonso Quijano.
Nada peor que terminar un libro que has amado hasta el último párrafo, ni nada más cruel que las últimas contracciones del orgasmo, o la puntita esquiva del cucurucho relleno del helado que ya se derritió por el cálido verano.
Todo se va y todos nos morimos, hasta tú, bonita, solo que unos son los caracoles del principio de la fila y otros nos pegamos a los que sea con tal de ver un verano más, rígidos y de cara lacerante como O’Kean cada vez que da un parte económico.