Es ya muy sabido que, en nuestra sociedad actual, la actividad de las redes sociales es indiscutible, es permanente y es relevante. Aunque la empleamos en la enseñanza, en la economía, en el trabajo, en el deporte y en la política tengo la impresión de que deberíamos controlarla hábilmente para evitar que generen serias consecuencias personales y sociales. Estas tareas son en la actualidad tan vitales y tan extendidas que no podemos concebir la mayoría de las actividades humanas sin tener en cuenta los poderes de las conexiones virtuales. La digitalización de nuestras vidas es ya un hecho tan imprescindible que nos hace dependientes incluso para interactuar con nuestros familiares, amigos y compañeros.
Uno de los aspectos más importantes y, en mi opinión, menos atendidos, es los profundos efectos que el impacto de estos medios causan a nuestra identidad personal y colectiva, a la psicología de cada uno de nosotros y a la cultura de nuestros grupos y pueblos. De manera rápida están transformando nuestra personalidad, nuestras maneras de pensar, de sentir y de actuar, e influyen en los cambios de nuestras tradiciones populares. Pienso que, debido a la rapidez con la que diluyen los espacios privados y mezclan los ámbitos íntimos, familiares y sociales, al mismo tiempo que nos proporcionan ayudas pueden hacernos más vulnerables. Es cierto que las conexiones tecnológicas facilitan vivir y formar parte de un mundo más compartido, nos ayudan para que nos comprendamos y para que comprendamos a los otros, pero también hacen posibles los ataques y las agresiones al espacio sagrado nuestra privacidad.
El uso excesivo e incontrolado de las redes sociales está generando un fenómeno contradictorio que, en mi opinión, puede tener unas consecuencias graves para nuestro equilibrio emocional y para nuestras relaciones familiares y sociales. Me refiero a esa paradoja tan generalizada de ‘intimidad pública’, a esa facilidad con la que se anulan los espacios, los tiempos y las cuestiones personales y, por lo tanto, “sagradas”, a esas fronteras, a esas puertas y ventanas que nos protegían de quienes pudieran robarnos nuestros tesoros más personales, esos que nos configuran como seres individuales, diferentes y únicos, esos que definen nuestros proyectos vitales y consolidan nuestra identidad y que, justamente, son los que proporcionan a la persona, a la familia y a la sociedad la riqueza de la diversidad y hacen posible la convivencia, la colaboración y la amistad.
Querido profesor: creo que, es ahí expresamente en esa sobreexposición donde se reproduce a diario la nefasta interpretación de las maldades o bondades que puede representar estos espacios ¿irreales, artificiosos, sintéticos, alienantes? que, en determinadas situaciones cortocircuitan nuestros procesos cognitivos y emocionales para encontrarnos con nosotros mismos. Sirva de ejemplo; como alrededor de su artículo aparecen otros enunciados, noticias y anuncios que son introducidos en un formato tipo “collage” que difuminan y relativizan el calado y la profundidad del tema tan interesante y preocupante que usted expone y del que tantas personas en la actualidad se sienten interpeladas.
Como siempre agradecido por sus saludables textos: Nando.
En mi opinión -estimado Nado- la administración de todos los instrumentos y valores o, en otras palabras, el arte de la economía es un juego de intereses, de emociones y de pasiones. Es un "juego" ético que, en ocasiones, hunde sus raíces en nuestra configuración psicológica. Te agradezco, como siempre, tu oportuno análisis. José Antonio