A una amiga le robaron la sillita de playa con absoluta desfachatez, a principios del verano. Fue al modo descuidero, que te vas a bañar y cuando vuelves, ya la silla se ha esfumado con tu congoja consiguiente. No se lo tomen a guasa, para mí es un bien de primera necesidad como la barra de chusco diaria. Seguro que para mi amiga también.
Me explico, para que lo entiendan ustedes... ¿Quién nos saca de cansancios cuando volvemos extenuadas del baño? Ella. ¿Quién recoge nuestras nalgas cuando nos comemos ese bocadillo que nos da la vida, mientras miramos el mar con los pies hundidos en la arena? Ella.
¿Quién se alegra de que nos rascásemos el bolsillo que nos procuró el esqueleto de aluminio de la silla de playa, cuando hacemos el caminito hasta llegar al reposadero de almas con ella como estandarte? Nuestras espaldas.
Los dueños de sillas de playa somos de otro mundo, lo tengo claro.
Mi querida Barragán y yo, las acunamos en el hueco de la entradita de casa- en la invernada- como reliquias que nos recuerdan que el verano se acerca.
Hubo un año que la paseé en el maletero porque lugar al que iba, la descabalgaba y me sometía a ella para deleite mío. Porque no hay nada más íntimo y preciado que TÚ silla de playa. Nada que nos transporte con su sola visión a un lugar intangible preñado de paz y serenidad regaladas. Sé que se compran en el bazar asiático por pocos euros, por eso no entiendo que a mí amiga la Garofano se la hayan afanado, ni que a la mía la profanase un culo ajeno con la excusa de estaba ahí solitaria mientras yo me bañaba.
La gente tiene jeta de político y boca de gárgola y tú eres una siesa si encima te quejas porque roban o usan lo tuyo. Una sillita de playa recoge tu desamor, tú intranquilidad, los destrozos que te regala la rutina. Se los lleva deshilachados como a los ratones el flautista, a coste casi cero. Sólo unos pocos de euros para las que las pagamos. Los que no- que los maldiga el diablo- rondan codiciosos las de otros para mancillarlas en el uso más descuidado, porque a fin de cuentas no las quieren sino que las abandonan, luego de rotas o averiadas. A la Garofano, le pasó precisamente eso porque cuando se fueron los veraneantes de su barriada se la encontró (de casualidad) tirada en un hueco del garaje comunitario como una basurilla.
Los humanos somos mucho de abandonarnos a nuestras pasiones, a nuestras groserías, a nuestras maledicencias. Somos especie que valía algo cuando salió de África en busca de mejorías, pero que se ha acomodado a que vengan los extraterrestres de S. Hopkins a partirnos el espinazo. Lo mismo nos lo merecemos y por eso, como conocedores de nuestra propia esencia malvada, nos encanta el catastrofismo, las nostradamadas y otras perspicacias que no van a nada, más que a chancletear con que no nos queremos ni para mirarnos al espejo por la mañana. Supongo que por eso robamos sillas ajenas en piscinas comunitarias, las usamos donde no nos vean y las tiramos a la escondida para no delatarnos, riéndonos encima porque ese esqueleto metálico astillado es reflejo de nuestra propia miseria. Yo se la hubiera prestado a la que me la allanó sin permiso, porque entiendo que una se canse cuando camina por la playa. Pero como no lo hizo, me molestó -no saben cómo- encontrarme a una extraña sentada recalentando MÍ silla. Me molestó como cuando queman un contenedor, como cuando te exigen un favor o como cuando un amigo no lo es, después de haberlo considerado como tal. Últimamente, deposito menos mis nalgas en mi silla de playa y por eso estoy de tan mala leche. Ya me lo decía uno de los muchos directores de prensa para los que he allanado párrafos…El verano debería ser para degustar vida y soltar presiones como olla de puchero, pero para muchos con obligaciones múltiples se nos hace difícil conciliar el verbo” reposar”. Aún más entrar en el estado zen de mi amiga Orellana, porque nunca pasamos del ceceo andaluz.